La plancha acanalada

La plancha acanalada

“Me gusta sentarme en el patio de la casa a mirar los árboles y las plantas con flores que cultiva Edelmira en cuencos de barro. Los colores que los ojos ven dependen de la luz; al atardecer son más hermosos que durante las mañanas; pero los ojos que miran están abiertos por los latidos del corazón. La sangre oxigenada alimenta los tejidos, dicen los médicos. A menudo cuento mis propias pulsaciones mientras contemplo centenares de florecitas de roble desparramadas por el suelo.

Tranquilo, en un banco de piedra, siento la brisa que mueve las hojas, aspiro el olor de los azahares y celebro estar vivo”. La carretilla eléctrica del timbre sacó a Edelmira de la lectura de aquel papelón alargado, como un columnario de contabilidad sin líneas divisorias.

–¿Quién será? Cerró la gaveta del closet y se encaminó rápidamente hacia la puerta. No había nadie. –¿Algún muchacho molestoso que echa a correr después de llamar? Edelmira volvió a su habitación, soltó las sandalias y abrió el cajón otra vez. “El mes pasado conocí, en el despacho del almacén, a un hombre que pidió una plancha de zinc acanalado. –¿Para que usted la quiere? preguntó el dependiente. Hay de varios tipos; dígame tamaño y grosor. –No importa; la montaré en el patio, cerca de mi dormitorio, para oír la lluvia caer”.

“La naturaleza tiene una música que perciben mejor los hombres enfermos…”: –¡Dios mío! no tengo servicio doméstico; y a esta hora todavía estoy entretenida leyendo. Hay que fregar los platos de la cocina. Despedí a esa mujer que me hacía los oficios: ahora me tocarán a mí. Descalza, Edelmira corrió al fregadero. Ahí estaba la loza acumulada. Por la ventana podía mirar su patio sembrado de geranios. En poco tiempo las tazas y platos estuvieron todos en el escurridor.

Con una toalla verde limpió la meseta contigua al fregadero. En ese momento comenzó a llover con fuerza; los goterones golpeaban afuera los cristales. Repentinamente, Edelmira abrió la ventana y colocó una cacerola grande, boca abajo, sobre el antepecho. Al oír repiquetear la lluvia en la olla se echó a reír, a pesar de que las gotas salpicaban por todas partes y le mojaban los pies.

Publicaciones Relacionadas