Pobre burrito

Pobre burrito

Por las noches escuchaba su rebuznar. El sonido venía de la parte trasera de los grandes edificios.

Según parecía, era un solitario en todo el contorno. Ningún otro respondía.

La curiosidad se develó la mañana en que a la distancia vislumbré al pequeño solípedo.

Salió de la sombra de la noche y de unos árboles para pastar en lo que sobrevivía de un llano convertido en diminuta sabana. 

Sí, era pequeño y su pelo negro como el azabache.

Diría que es un misterio la alegría que sentí al verlo.

Indiscutiblemente que su rebuznar le ganó un amigo y un admirador en secreto.

A pocas horas de iniciar el día, vi a la niña acercársele y poner sobre su cerviz el lazo. Él le siguió dócilmente.

A poco, atravesaba el camino cargado de cosas que llevaba dentro de un árgana. Diría que eran vasijas repletas de agua.

La pequeña iba delante estirando la soga mientras él seguía sus pasos por el estrecho y bordeado camino.

Se perdían entre las lejanas casuchas de madera y de zinc. Comparado con los edificios, aquello luce otro mundo, donde pervive la pobreza y la miseria.

Un cuarto día volví a verlo. Venía de entre los ranchos pero cargado de unos trozos de palos.

Esta vez no era la niña. Era un hombre robusto. Lo llevaba por delante mientras el animalito arrastraba la rústica madera.

En un momento, lo tomó por el bozal y lo detuvo.

Hizo pininos hasta que se subió sobre el aparejo. 

No lo podía creer. ¿Es que no era suficiente con arrastrar esa enorme carga?

Pero como si fuera poco, dejó caer un duro chicote sobre su cabeza ordenando con violencia iniciar la marcha.

Yo, lo sentí en mi alma.

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