¿Podemos sentarnos en el piso?

¿Podemos sentarnos en el piso?

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Dihigo entró en el lobby del hotel; a grandes zancadas se acercó a Ladislao y a Valdivieso. – Ya está resuelto el problema; saldremos a las tres con destino a Santiago, con parada breve en Palma Soriano.  – Dihigo, hace media hora estaba contando al doctor Ubrique algunas historias sobre el notario Ruiz Medallón y la señora francesa.  Tal vez puedas añadir dos o tres cosas que completen el cuadro de aquella época penosa de nuestra historia.  Es bueno que el doctor Ubrique disponga de antecedentes sobre la vida de un notario cuya oficina visitará muy pronto.  – No tengo mucho que decir. Lo que he sabido del licenciado Ruiz Medallón lo he sabido por trasmanos.  Menocal es quien me ha puesto al tanto de los pleitos que tuvo con su mujer por causa de la francesa.

 – Cualquier clase de asuntos, aun aquellos que ustedes juzguen insignificantes, podrían servirme en esta pesquisa en la que he consumido tantas energías. – Bueno, he oído aquello de que la francesa estuvo en una escuela rusa que seguía normas educativas de León Tolstoi; que a ella le gustaba sentarse en el piso. – ¿En el piso? ¿Cómo es eso?  – Menocal se limitó a referir lo que decía la empleada de confianza de Ruiz Medallón, creo que su taquígrafa durante muchos años.  La francesa acudía al bufete para preparar los papeles del testamento; también quería redactar, con ayuda del notario, una historia de su vida en Europa.  Ella, según parece, conoció algunos lugares que fueron campos de batalla en la Primera Guerra Mundial y durante la revolución que derrocó a los nobles de Rusia.  A menudo tenía que esperar en la antesala, pues el notario recibía a muchos clientes importantes.  Entonces la francesa hablaba con la taquígrafa, con el abogado asistente, con el empleado de la limpieza.  La cuestión es que hablaba, hablaba, hablaba.  Decía que el piso debía limpiarse bien, con agua y jabón, que las esquinas debían desinfectarse con creolina, que había que barrer con frecuencia.  El joven encargado replicaba que eso no era necesario; que una oficina de abogados no es como el recibidor o la cocina de una casa de familia; que nadie se sienta en el piso; que el piso es para pisarlo con la suela de los zapatos.

 – El pobre empleado creyó que la francesa opinaba que hacía mal su trabajo, que lo descuidaba algunos días; por conservar su empleo el muchacho trapeaba vigorosamente el suelo mientras la francesa esperaba al notario.  Ella explicó a la taquígrafa que en la escuela a que asistió, siendo una jovencita, se exigía a los estudiantes el cumplimiento de cuatro reglas básicas: era obligatorio “contribuir, todos los días, al incremento de la belleza en el mundo”; esto, de la manera que Dios nos permita; sea tocando el piano, si lo supiésemos hacer; sea cantando, “si nuestra voz tuviese el timbre adecuado”; o, simplemente, arreglando unas flores con hermosa disposición.  Otro deber: ayudar, todos los días, en el antiquísimo esfuerzo para que la sociedad sea cada vez menos injusta y cruel.  Además: trabajar duro para conseguir comida, vestido y techo, a nuestros hijos.  Lo último: disfrutar del cuerpo y  del alma sin dañar ninguna de las dos porciones de las que estamos compuestos. “Que crezca la belleza; que disminuya la injusticia; poner en el trabajo las manos, los pies y el corazón; entrenar siempre el cuerpo y el alma: el músculo y la voluntad”.  Este resumen lo hacía la taquígrafa, quien lo oyó de la francesa y lo transmitió a Menocal.

 – Un día la francesa le dijo a don Hortensio: ¿Podemos sentarnos en el piso?  El notario dio un respingo. – ¿Qué dice usted?  – Levantarse del piso, contestó la mujer, no es lo mismo que levantarse de la cama o de una butaca.  Es un ejercicio que obliga a trabajar los músculos de la cadera, la espalda, los muslos, las rodillas.  Pero para levantarse del piso primero hay que sentarse en él.  Al decirlo, la francesa se echó en el piso con la agilidad de una bailarina del ballet.  Don Hortensio vio cómo la falda de su clienta se abría y dejaba descubierta la parte alta de los muslos.  Unos segundos después el notario se había sentado en el piso y con las rodillas levantadas trataba de leer la transcripción de un “borrador de trabajo”.  Cuentan que la francesa miró la cara entre asustada y melindrosa del notario y se echo a reír a carcajadas.  Dicen que después continuaron sentándose en el piso para revisar los documentos. 

 – La francesa se presentó una tarde en la notaría de Ruiz Medallón, cuando estaban a punto de cerrar, y entregó a la taquígrafa unos versos de León Tolstoi, escritos con grandes letras cursivas sobre un papel verde: “En calurosa tarde estival / hicieron alto los tres viajeros / junto a la orilla del manantial; / robles copudos les daban sombra, / césped florido formaba alfombra / junto al venero murmurador”/.  – Cuando los hayas leído dos veces te recomiendo sentarte en tierra y escuchar los ruidos de la naturaleza.  Y añadió: si lo haces a menudo te sentirás llena de energía en todo momento.  Bayamo, Cuba, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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