El poder es algo sorprendente. En varias ocasiones he citado las palabras de Jean Lacouture hablando del poder y la división del mismo en esa búsqueda que a veces parece vana, pero en la que vale la pena insistir. Por eso parto de lo que ese periodista, historiador y escritor señala en la Petite Encyclopedie Politique: “¿Hay algo más misterioso que el poder, que la facultad que posee un pequeño número de hombres para doblegar un número mayor, a su ley, que no siempre es la Ley? Rousseau se extrañaba de esto. Comparaba el ejercicio del poder con el gesto de un Arquímedes que echase agua un gran navío atado con una delgada cuerda y tirase apaciblemente de él… ¿Cómo limitar el poder, cuyo crecimiento evoca irresistiblemente el de las plantas tropicales? Montesquieu y Locke intentaron dividir el poder para canalizarlo, pero su ingenio tiene hoy el aspecto de un mueble de época…”.
Hay siempre algo de mentiroso en cuanto a la función descentralizada independiente de los llamados Poderes del Estado. Y no hablo solo de nuestro país, sino de cualquier sistema democrático en cualquier nación del mundo.
Las diferencias están en los matices y las ocultaciones legalistas, que las hay en diferentes grados. Yo, que he vivido en países admirables en muchos aspectos, lo he comprobado.
Es cierto que en naciones más avanzadas que la nuestra, o las nuestras, las regulaciones y las leyes se aplican mejor que por aquí. Quizá se deba a la fuerza de ese poder, pues quien ostenta verdadero poder emite una luz invisible -en el mejor de los casos-; genera una radiación que sujeta, empuja, inclina. Y la historia nos ha dado ejemplos varios de esto. Para lo bueno, y para lo malo.
¿Quién, en su sano juicio, podría pensar que una persona como Trump, quien en plena campaña persecutoria de la presidencia fue capaz de declarar abiertamente su convicción de que aun si le disparase a la gente en la Quinta Avenida, ganaría la Primera Magistratura?
Existe una extraña magia en la fuerza del poder. Los grandes pecados contra la población, el descaro, las ocultaciones descomunales, la puesta en peligro de toda una nación a la sombra de un capricho… asombra.
Existen cosas incomprensibles en la conducta, en la capacidad de aceptación humana. Es inexplicable.
Todo parece posible.
¿Qué dimensión de delito tiene que cometer un empleado público para que se ponga en marcha la justicia y deje de ir saltando de dilación en dilación, y de oferta incumplida en oferta incumplida, como en el caso del ingeniero que se suicidó y a cuya esposa se le ofreció una casa que no aparece?
Las instituciones reflejan lo complejo y defectuoso que es el ser humano. No salimos de ofertas y dilaciones. A menudo se ilusiona uno con un nuevo Procurador General de la República y sale frustrado.
Tardanzas, tardanzas y ofertas de rápida y valiente actuación. Sé que la buena justicia requiere cautela. Pero tenemos la dolorosa convicción de que se olvida que justicia dilatada es justicia denegada y que la dilación es un pecado grave.