Poetas callejeros

Poetas callejeros

Recientemente he visto en Santo Domingo unos grafitis llamativos y esperanzadores. No se trata de ninguna consigna partidista, ni gremial, ni comercial. Es una rareza. Algún enamorado de la poesía llama a los ciudadanos a ser poetas o –mejor dicho- a soltar o dar rienda suelta al poeta que todos llevamos dentro.

Quizás vivir en estado poético no es más que recuperar cierta inocente capacidad de asombro que todos teníamos antes de que la sensibilidad se encalleciera por los golpes y pellizcos que nos da la vida. ¿Cuántas veces no hemos presenciado, en estos días de fin de invierno e inicio de la primavera, puestas de sol arrebatadoramente hermosas, sin ponerles mucho asunto porque cualquier cosa a más de seis pulgadas de nuestras narices no nos incumbe?

 Esta semana, de visita en Nueva York para compartir unos días con mi hijo mayor que estudia aquí, he ido caminando con mi esposa por Union Square, al lado de donde los Hare Krishnas se pasan la vida cantando y cinco o seis ajedrecistas juegan con los turistas por paga. Hay una fuente sin agua a la que acuden unas avecillas parecidas a los finches, como si tuviesen sed, o quizás sólo andan igual que tanta gente paseando por el parque.

Y sentado en el borde de la fuente, con una máquina de escribir mecánica y portátil marca Olympia, un flaco y desgarbado y pálido muchacho sonríe vagamente, al lado de un letrero que reza (en inglés, claro), “Poemas gratis. Se aceptan donaciones”.

Como una fulguración me vino la imagen de Juan Antonio Alix andando por el mercado de Santiago con unas hojas sueltas en las que imprimía sus versos para cambiarlos por monedas con las cuales llevaba a su casa víveres y otras necesidades. Me acerqué a este vate urbano pero una señora grandota con un sombrero anaranjado llegó primero. Su nombre lo olvidé pero me contó que perdió su casa durante el huracán Sandy, está estudiando sobre el Holocausto y así sabe de Sosúa; me conversaba sin parar mientras el poeta le componía unos versos. Ella le regaló diez dólares.

Observo que el poeta (se llama Ken) escribe con un solo dedo igual que yo, el de medio de la mano derecha (“es más fácil así”, me dice). Le pide un cigarrillo a mi hijo. Me hace cuatro versos. Le gustó el perfume de mi esposa.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas