Por César Herrera
El joven Novalis, desaparecido antes de cumplir tres décadas de vida, simbolizó una intrigante y controvertida lectura del existir al sostener que el ideal de la salud perfecta solo le interesa a la ciencia; estableció además que “la enfermedad es “reflexión, cosa que desvela, llama y habla, en contraposición a la salud que, en su monotonía, calla el alma interna”. En las cercanías de su muerte tuberculosa el pionero romántico se preguntaba si acaso “¿no será que la enfermedad es un medio para llegar a una síntesis más elevada, un fenómeno de una gran sensibilidad a punto de transformarse en un poder superior?”. La Medicina, por el contrario, ocupada en el quehacer técnico reparador de afecciones físicas y psíquicas, siempre hizo del médico mero agente proveedor de alivio a manos de recetas, fármacos y bisturí que, abrazados por el organismo enfermo, le constituyeron en un “caso” más, en expediente que ha olvidado al sujeto portador de nombre y apellido poseedor de espíritu e identidad propios.
Es de tal forma como en la contemporaneidad, aquellas terapias han provocado una ruptura (cartesiana) de la sempiterna unidad sujeto-cuerpo que ignora al ser humano habitante de sus órganos; se trata, pues, de intervenciones muchas veces inverosímiles que a pesar de ser reflejo de un incuestionable progreso científico, con demasiada frecuencia desconocen el alma de sus receptores. La literatura moderna nos había alertado sobre esta fractura en la pluma de filósofos tan fecundos como David Le Breton, Jean-Luc Nancy, el propio Foucault, e incluso gracias a médicos escritores del prestigio de Oliver Sacks y Francisco González Crussí, por solo mencionar algunos.
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Orlando Mondragón (Ciudad Altamirano, México, 1993), médico cirujano y novísimo poeta recién galardonado con el XXXIV Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, ha fotografiado en Cuadernos de patología humana (Visor, 2021) el anfiteatro del ejercicio médico compartido por el facultativo, el enfermo, el personal paramédico, y, por supuesto, el cuerpo herido. En textos en ocasiones profundamente desgarradores donde el dolor y la muerte triunfan (Tengo un niño que nació/ muerto en mis brazos./ La madre no quiere cargarlo./ ¿Dónde lo pongo?), y en otros donde el médico mismo es quien padece por sus pacientes (Le tomo la mano a mi enfermo/ para saber que sigo vivo.), Mondragón ha empleado suturas, guantes y gasas; ambulancias, enfermeras y cuidadores para sortear la piel abierta o la sangre cancerosa en una travesía donde la corporeidad álgida es, en definitiva, protagonista última.
Hay una sensorialidad poderosamente lúdica en estos versos, una sinestesia donde olores, tacto y color hacen de los dedos y los ojos herramientas esenciales en la aproximación a un cuerpo poético, o poetizado, ¿por qué no?, que se entrega a la merced del médico explorador. Sus límpidas manos se valen del rojo para decir sangre-vida, o del blanco para descubrir muerte tisular; este es un cuerpo pictórico si se quiere, lienzo que plasma la batalla ser-padecer, nacer-morir escondida entre la enigmática carne que lo calla casi todo: Lavo mis manos/ y borro la lectura de los cuerpos.? Desnudas, palpan las costillas,/ percuten, se detienen./ Cada centímetro que toco/ deja en mis dedos su escritura.
La académica Margo Glantz ha dicho que en esta obra la mortandad parecería adquirir rasgos de hermosura gracias al azul y el rojo empleado por Mondragón en reminiscencia, según la destacada ensayista, de los tramos de la circulación, de la muerte y la vida a la manera como Rothko pintaba sus lienzos. A nuestro ver, en estos poemas rojo es la inconmensurable metáfora que representa todo lo relevante a nuestra anatomía de seres vivientes y sintientes: es inicio de la vida en el alumbramiento ensangrentado de la vagina parturienta y en el minúsculo punto que identifica al embrión en formación; es lo que más importa en el campo quirúrgico por cubrir las vísceras abiertas temidas por los cirujanos; es resucitar y esperanza de vitalidad en una extremidad agónica; y cuando asentado en el fondo del cadáver tiñe la piel del livor mortis, será seña certera del fallecimiento. En suma, aquí el poeta nos ha hablado en rojo “como código común con todo lo que tiene un golpe en las arterias”: hematuria, trombo, hemoptisis…
El corpus literario sobre los andares de nuestro cuerpo previamente mencionado también ha reivindicado a la enfermedad y lo relacionado a ella no solo como símbolo de naturaleza sociológica sino como evento que nos penetra en nuestros más íntimos vecindarios, que nos destierra de nosotros mismos en un abandono de la normalidad cotidiana filtrado en cada grieta del edificio biográfico. Lo ha establecido Luis Jorge Boone en el iluminador ensayo Cámaras secretas. Sobre la enfermedad, el dolor y el cuerpo en la literatura (Siruela, 2022) en cuyas páginas los padecimientos desvelan su poder transformador como retrato y relato de la corporalidad hecha gozo, y, a la vez, cárcel de la aflicción tal como ha plasmado Mondragón en su original libro.
Cabe observar que dentro del quehacer escritural referente al tema que nos ocupa, han sido pocos los ensayistas médicos contemporáneos preocupados por el devenir filosófico y antropológico de la enfermedad; si bien el escritor provocado por el universo de nuestra complexión física representa una fresca mirada desdela perspectiva pensador-paciente, el médico-autorincorpora en el acto literario la experiencia directa y palpable acumulada en la historia de su ejercicio profesional. Semejante pericia le acerca al órgano dañado, al tejido infestado que bañado de pus amenaza la vida, o al familiar que escuchará de sus labios el diagnóstico terminal. Se trata de una singular prominencia que le privilegia en tanto que su prosa será homenaje, denuncia o catártico clamor.
Francisco González Crussí, anatomo patólogo y prolijo escritor mexicano radicado en Chicago ha afirmado que la práctica consuetudinaria de la autopsia le ha acercado a la muerte y a la reflexión a través del cadáver convirtiéndole “en el criptógrafo que descifra el despojo de lo que una vez fuimos”. En La fábrica del cuerpo (Quirón, 2006) analiza la evolución histórica, antropológica y cultural de la figura humana inspirado en un imperecedero tratado de anatomía, De humani corporis fabrica libri septem (1543) del belga Andrés Vesalio. Parte de la premisa de que el cuerpo es “fábrica”, máquina contenedora de la esencia del hombre: células, órganos y esqueleto. Fábrica a la cual la modernidad y la ciencia le han arrebatado el espíritu, ese otro componente que la humaniza.
En referencia a su reciente obra, Del cuerpo imponderable. Ensayos sobre la visión médica y artística de la corporalidad (2020) ganadora del VI Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña (2019) otorgado por la Academia Mexicana de La Lengua, el académico José Luis Díaz Gómez establece que los ensayos de González Crussí, al igual que los de Gregorio Marañón o Martí Ibáñez, “además de rebasar los meridianos de la patología o la asistencia, revelan que la ciencia y arte de curar es un componente central de toda cultura humana”. Curiosamente, la visión de la corporalidad abrazada por González Crussí está conformada en gran medida a partir de Paul Valéry, ello así porque es inusual que un profesional cuya labor consista en desmenuzar lo que queda de nosotros tras el deceso entienda el organismo a través de lo que sobre él concibió el filósofo y poeta francés: su particular constitución de trilogía de múltiples cuerpos. El que vivimos y conocemos mal; el que nos confiere identidad, porque es el que los demás ven; y un tercer cuerpo biológico, hecho de órganos y tejidos que interesa a los especialistas. Ese que solía pasar inadvertido para la mayoría hasta el momento de su descomposición y que hoy ha sido apropiado por el bisturí y la silicona.
La narración de las dolencias y la muerte en los versos de Mondragón, por su parte, aparece como expresión del desconcierto que ellas nos provocan; en su pulcritud y a la vez inescrupulosa apariencia, mortandad y patología sacuden todos los perímetros de nuestro pensar y existieren los que la anatomía, concreta o simbólica, sobrevivirá: La enfermera no sabe cómo actuar./ Le desconcierta saber/ que aunque exista el ojo/ no exista la mirada,/ que el cuerpo persiste/ en el mundo/ a pesar nuestro. No hay tranquilidad ante el óbito, lo sabe la hija que solo espera paz en la partida de su progenitor y lo sabe el médico que ha sido derrotado en el acto de reanimación cardiopulmonar. En esa gesta de masajes y electrochoques de la que apenas quedan huellas en el recinto hospitalario; ropas hechas trizas, jeringas inútiles o charcos de sangre que lo cuentan todo: Una gruesa pincelada de rojo brilla sobre el azulejo./ Me devuelve la cordura.
En el poemario discutido en estos comentarios el teatro plasmado por su autor, ganador más joven del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, podría delimitarse a partir tres vocablos fundamentales: compasión, bidireccionalidad y vida. Los primeros traducen empatía y comprensión hacia el sufrimiento del prójimo, en nuestro caso conjugado por el poeta-médico que, en tráfico de dos vías, se nutre del enfermo a quien él deberá proveer alivio. Y vida porque es ante la fragilidad provocada por aquel sufrimiento cuando justamente más la apreciamos; vida como plenitud que abarca salud y enfermedad, la vida como esa caída horizontal a que aludía Jean Cocteau.
El trabajo de Boon antes citado caracteriza la literatura sobre la corporalidad como el locus (la cámara secreta) donde los enfrentamientos entre alma y carne, tradicionalmente ocultados, encuentran un espacio revelador de sus realidades. En el caso de Cuadernos de patología humana asistimos al hecho anatómico desmitificado, sufrido y dibujado por un galeno que, en su pretensión de curar intenta suturar la herida haciéndola pública. Exponiendo la suya propia como ejercicio revelador de una profunda humanidad de ser sensibilizado, el poeta bautiza el dolor ajeno para acercarnos al cuerpo como experiencia espejo de lo que existe: Desechar jeringas,/ guantes y errores./ Acomodar los rostros en bolsas de basura/ para no llevarlos conmigo a casa./(…) ¿En qué ojos buscar una gota/ para la sed?/ ¿Dónde humedecer una gasa/ para sorber desesperado?/ ¿Qué palabra decir entonces?/ ¿Qué consuelo queda para nadie?
Demiurgo de la palabra o hacedor de metáforas, Orlando Mondragón nos ha regalado un cofre pletórico de reflexiones sobre las dolencias corporales y el devenir de la práctica hospitalaria útil a sanos y enfermos por igual; se trata de un diccionario a emplear cuando del meditar sobre nuestro devenir se trate. Armado de un elegante y a la vez sencillo lenguaje ha navegado exitosamente las complejísimas escenas del teatro médico haciendo de la poesía, una vez más, ese mágico artilugio que nombra las cosas.
*César Herrera (Jochy) es cardiólogo y ensayista, autor de Pentimentos. Textos sobre arte y literatura (2021, Ediciones Cielonaranja) y coeditor de la revista cultural Plenamar.do.