Polémica y miedo

Polémica y miedo

CARMEN IMBERT BRUGAL
¿Y, por qué acallar un debate, entre dos intelectuales, en un país asediado por la desfachatez de los políticos, la frivolidad, la estulticia, la penuria, el desastre? ¿Por qué silenciar voces que podrían conjurar el tedio de la inteligencia criolla, la villanía de tantos contemporizadores?

En el ámbito judicial, por ejemplo, la disputa es frecuente. Sin el esplendor de antaño, los dimes y diretes entre abogados son excitantes, empero, no trascienden más allá del tribunal, y el furor está pautado por el interés de la clientela. Los políticos pelean en las pantallas y detrás de los micrófonos. No pierden tiempo escribiendo sus opiniones, valoran el efecto de la intervención estrepitosa y violenta que concita la atención de la mayoría analfabeta y emocional.

La contradicción de ideas es necesaria y no existe. El mundillo intelectual nuestro es aburrido, dejó atrás el debate y optó por el chisme y la zancadilla artera. Cambió la grafía por la participación casual en algún medio audiovisual, la alharaca en una tertulia, el discurso en foros extranjeros. Abandonó la subversión. El temor acosa las pendencias y ha convertido a muchos en abúlicos, complacientes o silentes disidentes. La inteligencia dominicana está cesante y esa tregua es perniciosa.

Una minoría de la minoría recuerda las disputas escritas, ocurridas en los últimos veinte años. Es esa minoría que rememora la intensidad de la confrontación entre el insuperable académico y escritor trotskista y un entonces joven novelista, entre el periodista y el ingeniero erudito, tal vez el único sabio viviente en esta ínsula cumbanchera y sin destino, o aquel ríspido altercado entre la docta y aguerrida periodista feminista y el poeta político.

Aquí falta pugnacidad memorable para contrarrestar la infamia de salón. La vigencia de insultos y difamaciones es mayor que el recuerdo de las disquisiciones enjundiosas. Es más fácil, desde una mecedora, y en la compañía adecuada, enlodar reputaciones sin contexto ni razones. Vivimos el hastío del pensamiento, la imposibilidad de la discusión sensata. Entusiasma mencionar las peripecias amatorias de escritores, sus veleidades temperamentales, especular con sus preferencias sexuales, infidelidades, militancia política, sin embargo, los aciertos o desaciertos de sus obras jamás son comentados. Algunos intelectuales dominicanos prefieren el ditirambo ocasional, el refugio de un blog, la chanza que gana adeptos y canonjías, al análisis sin complacencias o factura. La vanidad corroe su trabajo. Sin asumir la adultez inconveniente, venden sus historias personales como bibliografía. Detrás del bufo se esconde el oportunismo que arremete contra aquellos indiferentes a requiebros pueriles y al exhibicionismo de una sapiencia inservible.

Una sabrosa controversia entre Andrés L. Mateo y Miguel Mena ameniza el fin de año. Este periódico acoge réplicas y contrarréplicas. El hecho es comentario obligado en reuniones y fiestas. De repente, como si se tratara de una riña entre escolares, algunos claman por la avenencia. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué prefieren el silencio, la omisión de episodios tan propios como la autoría de un verso o el usufructo de un galardón?

Es la protección de las máscaras, la hipocresía para continuar viviendo con tanto procerato inventado, la defensa del antifaz propio y ajeno. Por eso intentan conseguir el abrazo y asoman mensajeros de los duelistas para terminar el litigio, porque es mendaz el deseo de transparencia, falaz la queja por la impunidad. Los políticos no son los únicos culpables del desmadre nacional.

Remedando a Lilís, las pías intermediaciones están asustadas con la advertencia del tirano. Temen el movimiento de altares, quieren a sus santos de palo, tranquilos en sus retablos para que los devotos enciendan sus velitas y siga el culto, la fiesta, la pantomima de la falsía. Sin trapitos al sol, las nombradías permanecen y el cotilleo cobarde reparte oprobio contra uno y otro, de ese modo no aflora la complicidad con la ramplonería que gana sitiales y garantiza solidaridad.   La polémica enriquece, desviste, expone. Los polemistas han existido siempre y de sus reyertas algo queda. Polemizar es un arte, precisa gladiadores diestros, invulnerables a la estocada del adversario. Exige templanza y cautela para ponderar los riesgos de la provocación. Aunque el síndrome de Lampedusa nos persiga y nada cambiará si continúa o concluye la polémica entre Andrés y Miguel, la rencilla ha sido lo mejor de diciembre.

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