Polifonía, literatura y arte en Feria Internacional del Libro

Polifonía, literatura y arte en Feria Internacional del Libro

En las festividades como en la plantación, las rupturas del tiempo, su pendular, hizo que se notaran en las distintas voces una polifonía en fuga. De voces que se alternan de cierta manera, que encuentran su propio contrapunto.

Apreciar al arte contemporáneo del Caribe nos lleva a una reflexión en la que se cruzan distintos discursos que construyen nuestra cultura. Pongamos, por ejemplo, la cultura de los pueblos del mar, un enjambre de prácticas viajeras, de puertos, embarcaciones, agua, sal, sol, montañas, peces voladores, sabores, reverberación; ciudades, centros y márgenes, líneas, formas arquitectónicas… provisionalidad.
El Caribe es un hacerse y deshacerse en sus distintas formas; en sus variadas luces, de ahí lo caleidoscópica que resulta la mirada en los textos de los viajeros, en las crónicas y memoriales. Su condición de ínsulas, bahías y ensenadas, sus formas diversas en la orografía; su constante ir y venir, sus viajes con llegadas y regresos; su hospitalaria recepción, el acogimiento del otro, (Moreau de Saint-Méry, 1798), de lo otro, que entra dentro de una vorágine, como una fuerza que todo lo capta y lo hace circular dentro de un conjunto de flujos y reflujos, de formas que se hacen y deshacen en un tiempo de eterno retorno, que transmuta a esta zona en una gran heterogeneidad (Benítez Rojo, 1989).

El tiempo viajero es de esperanza o de adaptación, de “aplatanarse” como se dice en Puerto Rico. Así como el plátano también es viajero, quienes llegan al Caribe se adaptan a una cultura del ir y el venir. De tiempos muertos, de tiempos rápidos, de fugas. En cada dominio en que hemos practicado el arte, este es una actividad festiva, determinada por el carnaval negro, por los periodos de celebración que acompañaron las etapas litúrgicas. De celebraciones familiares, de onomásticos y bautizos, de festejos de la cosecha o en la labranza… En cada acción, nuestro destino fue acompañado de un ritmo caribe, que es el polirritmo.

En las festividades como en la plantación, las rupturas del tiempo, su pendular, hizo que se notaran en las distintas voces una polifonía en fuga. De voces que se alternan de cierta manera, que encuentran su propio contrapunto. No sólo en cuanto al café y al tabaco en Cuba (Fernando Ortiz, 1940), sino al azúcar y al tabaco en Santo Domingo o el café y el azúcar en Puerto Rico (San Miguel, 2016); pero también al cristianismo y al vudú y toda la religiosidad africana, el sincretismo que nos da la santería cubana, el vudú dominicano (Carlos Esteban Deive, 1975). Los elementos religiosos también se alternan de ‘cierta manera’.

El carnaval, ese juego de colores y sonidos, de voces, de pitidos, de movimiento, no puede ser pensado sin el abigarramiento de los colores, en el contraste del verde de las montañas y el azul del cielo. Como en la novela El palo encebado (1977) de René Depestre, las voces son parodia de la institucionalidad y el poder (Fornerín, 2011). Observar un cuadro de Francisco Oller es ver cómo contrapuntean el cielo y la montaña. Las haciendas contrastan con las nubes, nubes blancas y a veces grises que nos traen los nubarrones o los chubascos y que se articulan en formas distintas y que casi podrían tocar con las manos desde cierta altura.

Desde el areíto indígena hemos cantado y danzado. El cuerpo diverso del Caribe en su amalgama de colores está unido al ritmo, al canto, a la improvisación (como en las décimas del trovador boricua). Nuestra cotidianidad es aceptar el presente, el no pensar en el futuro, mientras se canta y se baila. El sentido medieval europeo de cantos y lamentaciones se transfigura en cantos y alegría. Alegría de la vida y alegría por el presente o por el descanso eterno. Canta la lavandera, el que corta el árbol en la tala, el vendedor popular articula su pregón y la negra que camina con su batea a la cabeza sostenida por el pañuelo de madrás en Port -au- Prince, confirma Luis Palés Matos en “Majestad negra”. Como ella, son hermosas las mulatas que describen Carpentier (El siglo de las luces,1962) y Maryse Renaud (Relato de ceniza, 2016) en Martinica. Es la encendida calle antillana, con el ritmo de un cuerpo que hace temblar el paisaje gozón y que busca la mirada. Esa exuberancia construye constantemente lo nuevo del cuerpo en movimiento, el encuentro con el montuno, con un guarey, con cierto mambo o el posmoderno flow, porque, en fin, lo que domina es el polirritmo…

El cuerpo caribe, blanco de la tierra, negro o mulato, transita desde las formas señoriales de imitación de lo metropolitana a una performance (Benítez Rojo) en que se va perdiendo la solemnidad (Jorge Mañach, Indagación del choteo, 1928), los signos vacíos de otra cultura y se van llenando de significados nuevos. Pensemos en la contradanza y sus orígenes ingleses en su transfiguración en la habanera, ya observada en Haití por Moreau de Saint-Méry, baile de pareja que nos llega al merengue endiablado de los dominicanos. Su lento inicio como un performance del otro, el mostrar no el cuerpo, sino la representación visual del vestido. La entrada en el salón, en el paseo y la final alegría en que el cuerpo encuentra su propia actuación. Los bailes de salón tan a la europea que van a terminar en la improvisación y en el rápido merengue, en el jaleo en que acelera el movimiento, en el movimiento que según Franklin Mieses Burgos es nuestra historia…

En el siglo XIX, las representaciones de bailes campesinos confirman a fray Iñigo Abbad y Lasierra (1778) o Pedro Francisco Bonó en El Montero (1856) o Manuel Alonso en El Gíbaro (1849), un corro de hombres rodea a la bailarina que entra con frenético movimiento, como en un fandango. El cuerpo femenino es el centro de la atracción, de las miradas, las faldas españolas en volantas cortan el espacio y las luces; guitarras, maracas, bajo, cantos, voces afinadas y desafinadas, movimiento rápido, zapateo, sombreros y regalos completan el escenario. Al final, las parejas y los cuerpos que habían simulado el rapto se encuentran en románticas posturas.

Todas esas representaciones de formas viajeras nos definen y en ellas se transfigura lo nuevo y lo viejo. El arte es, como la música, un conjunto de representaciones. Tal vez el artista es un performero de sí mismo. Francisco Oller, quien decoró una iglesia e imitó las formas de la representación religiosa de Campeche pasa a España donde se formó en el academicismo de la época y en Francia encontró otra manera de representación. Pero ese arte no era todo para él, tenía que dialogar con sus luces, con su paisaje, de ahí su eclecticismo. No podía esperar nada menos de un caribeño, lo ecléctico es parte de nuestra propia condición, sin dejar de ver que en la pintura los motivos cristianos se unen a los motivos paganos…

La cultura caribe es, en fin, una polifonía de voces en fuga. De la diversidad de su representación, de la heterogeneidad de su ontología, a la diversidad de las miradas que, podemos concebir en búsqueda de un discurso de lo distinto, de lo nuevo, que el arte recoge e instala al ser parte de nuestro vivir en este rincón del mundo (continuará).

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