Polín, ¡ay Polín!

Polín, ¡ay Polín!

En la versión cinematográfica de “Julio César”, originalmente escrita para teatro por William Shakespeare, hay una escena en la cual unos coetáneos, envidiosos, critican al mandatario y recuerdan que uno de ellos salvó a César cuando se ahogaba en el Tíber. Vi la película en la primera mitad de la década de 1950. Teatro Ercilia, Barahona.
Se necesita una gran altura de miras, conciencia y profundidad de los acontecimientos, para que gente del mismo pueblo, de la misma edad, compañeros de escuela y de juegos infantiles, reconozca, respete y celebre las hazañas que realizan, años después, sus amigos.
Hay una actitud mezquina, vil, en la cual salen a flote los peores y más bajos instintos. Eso ocurre con héroes, como lo fue Julio César en su tiempo, que muchos de sus compañeros de juegos, que muchos de sus amigos de infancia, nunca asimilaron su grandeza.
Aquí lo vemos con dos titanes de la historia nacional: José Francisco Peña Gómez, discriminado por el color de su piel, por sus facciones de negro, por la pobreza de su origen, por las dificultades de su infancia, únicos atributos que resaltan algunos que vivieron en su mismo tiempo. No reconocen sus grandes atributos, su extraordinaria inteligencia, su profundidad de pensamiento, su trabajoso, pero constante, ascenso en el escenario político nacional y mundial.
El segundo personaje de la historia nacional, de ribetes inconmensurables, es otro que repitió la hazaña de Francisco del Rosario Sánchez y contra viento y marea enfrentó un gobierno que entregó la soberanía nacional.
Me refiero al inmenso Francisco Alberto Caamaño Deñó. ¿Acaso algo puede restar brillo a su decisión y acción de encabezar al pueblo conduciendo el coraje, la dignidad y la decisión de vivir sin temor, bajo un régimen democrático?
¿Y luego, con el mismo coraje y decisión, dirigir ese mismo pueblo a enfrentar el poder militar más grande de la historia: Estados Unidos de Norteamérica?
Son demasiado pequeños, demasiado pobres de espíritu, incapaces de albergar sentimientos tales como el reconocimiento de los atributos y acciones que hacen grandes a hombres que nacieron, crecieron y vivieron en el mismo tiempo en el cual la mayoría de nosotros tuvimos vidas anodinas, adocenadas, de una discreción que no aceptamos
Son pigmeos que han visto pasar la historia por su casa y han vuelto la espalda, para no llegar a fondo en compromisos generacionales que demandan nuestra presencia, nuestra decisión, nuestra acción. Abraham Lincoln, decía: “sólo tiene razón a criticar, quien tiene corazón para ayudar”
Ni siquiera me apena que el arquitecto Leopoldo Espaillat Nanita se refiriera contra aquel a quien sirvió, de manera obsequiosa, durante los días de gloria de Abril de 1965: su amigo de infancia, Francisco Alberto Caamaño Deñó.
A palabras necias, oídos sordos.

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