A más automóviles en las calles, en una ciudad que no da de baja técnicamente a ningún bochorno que se mueva sobre ruedas, mayor cantidad cotidiana de ciudadanos estará atrapada en embotellamientos de tránsito. No habrá rigor disciplinario, vista la tozudez sin sociabilidad y masiva que desde el volante opera contra la convivencia, que salve a los habitantes capitaleños de las obstrucciones viales si no se reduce con pasos firmes, seguros y continuos la extrema subordinación citadina a la movilidad privada que alarga la vida de los desechos rodantes. Acogiéndose con buen sentido a su continuidad, el Estado ha prolongado (y sería un crimen detenerla) la inversión en metros; pero el crecimiento demográfico que se manifiesta con caótico surgir de asentamientos de elevada y no planificada densidad, la colectivización del transporte amerita una revisión de ejecutorias y metas para poner énfasis en modalidades adicionales que no incluyan, por Dios, más teleféricos que se paralizan con cualquier chubasco y su aporte al movimiento de pasajeros es menor al de cualquier otra forma de viajar.
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Y no proceden para localidades mayormente planas. Los gurús del urbanismo ya sentenciaron al mundo: «El transporte público se impondrá de forma absoluta en un futuro próximo al transporte privado debido a su menor huella energética y una mayor seguridad». Más del 50% de los hogares neoyorquinos carece de autos en una súper poblada urbe que sigue siendo fácil de recorrer.