Por la drasticidad del escalpelo

Por la drasticidad del escalpelo

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Tuve la buena fortuna de tratar a Héctor Incháustegui Cabral en los años sesenta, cuando se gestaba la eventual publicación de su obra “Miedo en un puñado de polvo”, que vio la luz pública en 1964, cuando había sido cortada la acerada mordaza del régimen trujillista (porque no era Trujillo sólo el opresor), sino que contaba con entusiastas y efectivos colaboradores).

En verdad, en aquellos años de rencor, frustración e ira, empezó a levantarse una nueva dimensión del miedo, que no era el viejo miedo, ya asentado, concerniente a las peligrosas consecuencias de criticar la omnipresente y feroz gestión del generalísimo y su corte. No, se trataba de miedos nuevos, diversos e insospechables.

El buen amigo Héctor, que me animaba a continuar aferrado a los clásicos de la antigüedad “porque el hombre es el mismo” tal como yo creía y creo produjo un poema titulado “Canto triste a la Patria bien amada”. En esta conmovedora creación nos dice:

“Mientras el hombre tenga que arrastrar enfermedad y hambre, y sus hijos se esparzan por el mundo como insectos dañinos, y rueden por montañas y sábanas, extraños en su tierra, no deberá haber sosiego, ni deberá haber paz, ni es sagrado el ocio, y que sea la hartura castigada”. “Mientras haya promiscuidad en el triste aposento campesino y sólo se coma por las noches, a todo buen dominicano hay que cortarle los párpados y llevarle por extraviadas sendas, por los ranchos, por las cuevas infectas y por las fiestas malditas de los hombres…”.

Y viene a resultar que…gobiernos vienen y gobiernos van… la brecha entre potentados y miseriosos se hace cada vez más ancha, y más peligrosos los bordes abiertos del precipicio, de ese precipicio que Verlaine aconsejaba sembrar de flores: “Seme de fleurs les bords béants du précipice” (segundo poema Nevermore).

Pero no estamos para sembrar flores en los bordes de este abismo, ni tampoco para “quemar incienso sobre los altares de oro falso” como el poeta francés; anegado de impotencias, forniza y recomienda en sus “caprichos”, parte de sus “Poémes saturniens”, todo envuelto en amarguras y decepciones del género humano.

Quería decir: No hay nada que hacer. Confórmate.

Yo he sido siempre optimista o confiado en el advenimiento de procesos de mejoría, de mejor justicia -aunque imperfecta-; he mantenido la esperanza de que los poderosos se enteren de que las enormes desigualdades no les favorecen sino que hacen peligrar su circuito accional, que el mejor negocio es distribuir una porción de los beneficios, de las ganancias, para mantener sano y eficiente todo el sistema, de modo que los de arriba puedan comer abundantemente y desparramarse en comodidades y caprichos, pero los de abajo estén en condiciones de nutrirse adecuadamente y cubrir sus necesidades familiares con cierto decoro.

Aquí, desde hace cierto tiempo, la ostentación de los poderosos es irritante. No se conforman con ser dueños de formidables cuentas bancarias, con tener un excelente vehículo para transportarse y una magnífica residencia dotada de las más exquisitas modernidades, con alimentarse al más sofisticado estilo gourmet…no, han de estrujar esa riqueza -usualmente de dudoso origen- ante aquellos que carecen de todo, cuyas tripas gritan y crujen de hambre, esos que no tienen medios para adquirir medicamentos que les son esenciales, esos a los cuales cada amanecer significa el inicio de un rosario de angustias y dramáticas incertidumbres.

No tenemos seguridad social que aminore las carencias extremas, los comerciantes, aún los de más bajo nivel conocedores de los desgarrantes colmillos de la miseria, cobran el doble de lo que deben a sus angustiados parroquianos, los médicos -salvo excepciones honrosas- hacen otro tanto para adquirir yipetas, Mercedes Benzs y equivalentes.

¿Es que los pobres tienen que educarse bien y conforme a las exigencias de la modernidad?

Conozco casos de profesionales excelentemente formados a nivel universitario, laboriosos y honestos que, con una familia a cuestas, no consiguen trabajo, ni acorde con su capacidad y conocimientos ni a niveles muy inferiores.

¿Qué hacen éstos? Subsisten con apoyo de sus padres, compartiendo un escaso ingreso mensual y tragándose solos la amargura de su destino, creado por una secuela de inconsecuencias gubernamentales, que no atina a corregir la pobreza extrema que vandaliza y envenena a enormes mayorías nacionales.

La violencia que hoy vivimos tiene un nombre: Desesperación.
Y tiene dos nombres más: Desorden e Injusticia.
No es este tiempo de tisanas y paños tibios
Es tiempo de la drasticidad del escalpelo.
Es asunto de cirugía mayor.

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