Por los caminos de abril

Por los caminos de abril

FABIO RAFAEL FIALLO
En la Viena de entreguerras, el célebre escritor austriaco Robert Musil, que había estudiado ingeniería antes de consagrarse por entero a la literatura, salvó del olvido la frase de un eminente profesor suyo: “Cada vez que, en una demostración matemática, alguno de mis alumnos llega a un resultado erróneo, busco inmediatamente el lugar en donde él ha escrito: “Es evidente que…”. El valor de esta frase no se circunscribe al campo de las matemáticas; la misma resume a la perfección la actitud que sirve de motor al progreso de nuestros conocimientos en general. Esta actitud consiste en poner en tela de juicio, en cuestionar, lo que en un momento dado creemos que son verdades irrefutables, certidumbres evidentes, pero con las que los fenómenos observados no parecen encajar.

Si aquello ocurre en el terreno supuestamente neutro, refractorio a los sentimientos, de las matemáticas, ¿qué no esperar entonces de ese otro, en donde los intereses y las pasiones se dan cita con una vehemencia espeluznante, que es el de la interpretación histórica? Ahí, no se trata de inocuas certidumbres defendidas a base de teoremas; no, lo que entra en juego en la interpretación histórica son las proezas, esperanzas, derrotas y frustraciones de seres de carne y hueso. Ahí, las certidumbres no sirven para facilitar el trabajo de una profesión determinada, sino para cimentar mitos enardecedores e ideales pugnaces. ¿Cómo poner en tela de juicio, en esas circunstancias, la mínima certidumbre sin desencadenar ipso facto la furia devastadora de quienes se sentirán, con razón o sin ella, heridos en su orgullo o en su fe?.

Y sin embargo, ese tipo de tarea no se puede soslayar. No es en efecto la delectación narcisista ante las hazañas, reales o supuestas, de la causa que uno defendió, ni el olvido de los errores o excesos cometidos en su nombre, lo que permite captar todo lo que un episodio de la historia pueda aportar como enseñanza a las generaciones ulteriores. Es, al contrario, a través de la confrontación de puntos de vista, y hasta de impresiones y recuerdos antagónicos, como se puede rebasar las certidumbres insostenibles y limar las incoherencias e imprecisiones de la interpretación histórica. Tanto así que los pueblos pueden dividirse en dos grandes categorías: los que, gracias al debate contradictorio, han logrado aprender de la historia en general, y ante todo de la suya propia; y aquellos que, por falta de polémica, se ven condenados a repetir los errores del ayer.

A esa dificultad, y a ese reto, no escapa el fenómeno de nuestra historia conocido con el nombre de Revolución de Abril. Toneladas de páginas han sido publicadas en el país y en el extranjero a propósito de esa contienda. Todas ponen énfasis en el impacto político del enfrentamiento, las circunstancias que lo produjeron, la euforia de los partidarios del retorno de Bosch en los primeros días del conflicto armado, la tenacidad de los militares constitucionalistas, la resistencia de los grupos contrarios, en particular los de la base área de San Isidro, y no menos importante, el carácter impugnable de la intervención de Estados Unidos en ese momento. Cada quien ha dado una versión conforme a sus vivencias, ideales o intereses personales. Como es natural, surgen discrepancias entre las diferentes versiones sobre tal o cual aspecto del conflicto. Pero todas esas versiones, por disímiles que sean, se apoyan en un zócalo común de certidumbres, y hasta de olvidos, que a nadie se le ha ocurrido escudriñar. Como si hacerlo fuera absurdo, estéril o, quizás, inmoral. No ha habido batalla de ideas; de cuando en cuando, una que otra escaramuza.

No obstante, no tendría nada de vergonzoso ni de infamatorio el hacer una evaluación crítica, sin complacencia ni autosatisfacción, de un fenómeno histórico de la envergadura de nuestra contienda de 1965. Precedentes los hay. Se han realizado en efecto análisis críticos de otros episodios de nuestro pasado que, a semejanza de la insurrección de abril, no alcanzaron los resultados perseguidos.

Valga un ejemplo: Cayo Confites. Hubo alguien que, habiendo tomado parte en los preparativos de aquella abortada expedición de 1947, vinculó décadas más tarde el fracaso de la misma al liderazgo ejercido en los planes de expedición por el exiliado dominicano Juancito Rodríguez. Cabe recordar que Juancito Rodríguez, hacendado cibaeño, había ofrendado su tiempo, energía y fortuna personal a la lucha antitrujillista. Quién formula esa crítica de Cayo Confites es Juan Bosch, y lo hace en la revista “Política: teoría y acción”, número de noviembre de 1983. Y si el propio Bosch consideró oportuno y natural evaluar con espíritu crítico la aventura patriótica de Cayo Confites, ¿por qué, entonces, no osar lo mismo ahora con respecto al conflicto de abril?.

Desde luego, nadie de buena fe podría intentar restar mérito a aquellos que, consecuentes con sus ideales, o en cumplimiento de su deber militar, ofrendaron o pusieron en riesgo sus vidas sin ningún otro objetivo que la institucionalización de la democracia en nuestro país. Pero eso no debería impedir que se planteen cuestiones pertinentes, aunque escabrosas, sobre algunos aspectos tácticos de esa lucha, e incluso sobre la estrategia política que se adoptó en esos tiempos con miras a lograr el retorno a la constitucionalidad.

¿Cómo explicar el reducido nivel de controversia, de espíritu crítico, que ha prevalecido hasta el día de hoy en torno a la Revolución de Abril? A esta situación contribuyó de manera significativa una repartición de tareas que, como destaca el perspicaz historiador Frank Moya Pons, había instaurado Joaquín Balaguer después de tomar el poder en 1966. En su “Manual de historia dominicana” (12a edición, pp. 541-2), Moya Pons señala acertadamente que Balaguer, deseoso de tener las manos libres para gobernar a su guisa, cede el control de nuestra universidad pública a dirigentes y militantes izquierdistas. “Yo gobierno mientras ustedes pueden enseñar lo que les plazca”, parece haber sido la consigna que se escondía detrás de la estrategia balaguerista.

De más está decir que nuestros profesores “de vanguardia” no se privarían de vehicular a través de sus cátedras y charlas una visión sublimada, libre de toda impureza o falla, de la contienda de abril. Una contienda que ellos veían como un hito extraordinario en el proceso que habría de culminar indefectiblemente, según leyes a sus ojos científicas, en una sociedad igualitaria y justa en nuestro país. Y en eso no estaban solos; recibían el respaldo entusiasta de numerosos jóvenes que habían depositado en la Revolución de Abril sus más bellas esperanzas e ilusiones. A todos ellos, profesores y estudiantes de izquierdas, les quedaba ahora como premio de consolación, después del triunfo de Balaguer, el recuerdo nostálgico, y sagrado, de aquellos inolvidables cuatro meses del 65 en que ellos se habían sentido personajes de leyenda. No tenían por lo tanto la intención de alterar en lo más mínimo, con análisis críticos objetivos, la diáfana imagen de su preciada revolución.

A decir verdad, otras inquietudes acosaban a los dominicanos. Como explico en mi libro “Final de ensueño en Santo Domingo”, el triunfo electoral de Balaguer, con el consabido auge de la corrupción y la pérdida de referencias morales que esto conllevó, hizo que el país cesara de soñar con causas románticas, luchas aventuradas y reformadas hipotéticas. “No es con conocimientos de historia como se puede llenar un refrigerador”, escuché con frecuencia en ese entonces, reflejo de una tendencia que se impuso en el país ante el ejemplo de los “nuevos ricos” que habían logrado ascender por la vía rápida, y en algunos casos por medios ilícitos, como el propio Balaguer no tuvo más remedio que admitir al pronunciar su recordada frase: “La corrupción se detiene en la puerta de mi despacho”. En esas aciagas circunstancias, entablar un debate conflictivo sobre la Revolución de Abril no formaba parte, como es fácil imaginar, de las prioridades intelectuales y políticas del país.

Sin embargo, ha llegado el momento de echar una mirada crítica, sin omitir ninguna faceta, a ese jalón de nuestra historia. A esto se propone contribuir la serie de artículos que iniciamos hoy.

Dichos artículos servirán para redescubrir, o si se quiere, desenterrar, hechos por el momento olvidados, tergiversados o adrede ocultados. Sacudirán certidumbres, romperán mitos y entrarán en colisión frontal con estereotipos que algunos políticos y estudiosos del tema han venido perpetuando, una veces de buena fe, otras, aviesamente, acerca de aquel jalón de nuestra historia. Si así fuese, si mis artículos lograsen resquebrajar la ortodoxia en este campo, desatar las iras de sus guardianes, y suscitar una polémica seria y edificante, no puedo sino exclamar, con entusiasmo y satisfacción: “¡Misión cumplida!”.

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