Por los caminos del Quijote

Por los caminos del Quijote

PEDRO GIL ITURBIDES
En 1605 daba a la publicidad su autor, la primera parte de la obra «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». Pude enfrascarme en su lectura trescientos cincuenta y nueve años más tarde. No me avergüenza confesarles que prefería leer sus entremeses o la novelita del Licenciado Vidriera. Aún más, antes que por Miguel de Cervantes Saavedra, fui seducido por autores como Eugenio Sué, Honorato de Balzac, o Voltaire, o rendido ante páginas de Vicente Blasco Ibáñez. No tengo empacho en decirlo.

Con papá jugué al gato y al ratón para sustraer de su biblioteca obras como «Historia de XX Siglos o Los Hijos del Pueblo», de Sué. El prefería supervisar mis lecturas de este autor, lo mismo que las de Balzac y otros autores del romanticismo francés. Con la conclusión de cada año lectivo, sin embargo, volvíamos a las andadas, y el citado libro de Sué o «La piel de zapa» de Balzac, retornaban a mis manos para emocionantes y escondidas lecturas.

Papá insistía en la necesidad de que leyera obras de autores del siglo de oro de su tierra, o modernos como Blasco Ibáñez. De este último, me atrajo, hasta hacerla lectura de reiteradas vacaciones, «Sónnica la Cortesana». Mas el que no soporté nunca fue su libraco del Quijote.

En agosto de 1964 viajé a Chile, a un curso de formación política. Ese viaje determinó que leyese el más famoso de los libros de Cervantes. Ocurrió que al término del curso, cada uno de los participantes -y asistimos jóvenes de todas las naciones del continente con la excepción de la estadounidense-

debíamos cantar un aire de nuestro país. Yo, también les confieso, no canto ni en el baño. De manera que en mi fuero interno ardí en deseos de ser sacudido por uno de los frecuentes terremotos que atormentan esas tierras.

Sin embargo, llegó mi turno sin que hubiera temblado siquiera mi mano.

Saqué, pues, del arsenal de mi abuela materna, María Encarnación. Al cambiar el merengue que me reclamaban por relatos sobre usos y costumbres dominicanos, el auditorio quedó cautivado. Varios me pidieron que escribiese sobre cuanto les hube de referir en aquella noche de angustias primeras y alegrías finales para mí. Y al retorno a Santo Domingo inicié unas primeras investigaciones de campo, que pretendían dar satisfacción al reclamo de aquellos amigos.

Una noche, papá se acercó a la maquinilla, y hojeó las páginas escritas.

-Si quieres encontrar las raíces de muchas costumbres dominicanas, lee el Quijote.

Eludí el farragoso texto en castellano arcaico que aparecía en su biblioteca. Procuré en la vieja librería América un ejemplar en castellano moderno, y abrí sus páginas por cuarta o quinta vez. En esta oportunidad, empero, no pude detenerme. Contemplaba en las andanzas del descocado caballero, los sueños frustrados de todos nuestros pueblos. También nosotros

hemos marchado por esos caminos en busca de ilusiones que siempre se han diluido.

En una ocasión Mario Alvarez Dugan me aseguró que el Quijote, como la Biblia, es un libro que sin importar la cantidad de ejemplares y la variedad de ediciones que posea el lector, nunca sobra en una colección. Es obra para entretenimiento y estudio. Y de manera particular, para los descendientes de aquellos colonizadores que fueron la contraparte del Quijote, es libro que muestra por dónde andan nuestras raíces.

El Quijote, además, tiene ahora mayor número de amigos que aquellos que contó cuando discurría nuestra niñez o caminábamos hacia la adolescencia.

Radio Televisión Española montó hace varios años, una serie para televisión que alcanzó indudable éxito en diversos países. Se escribió una opereta en Estados Unidos de Norteamérica, cuya música de acompañamiento ganó premios

internacionales. Una película también estadounidense, basada en el libreto de la opereta, también contribuyó a la mayor divulgación de la vida atormentada del epónimo personaje de Cervantes.

Once años después de la edición de la primera parte del Quijote, y uno después de la aparición de la obra completa, murió el autor, el 23 abril de 1616. Cervantes no es el autor desconocido que pergeñó esas líneas inmortales. Ese libro suyo, por encima de cualquiera de sus otros escritos, no es obra que pueda olvidarse.

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