¿Por qué a mí no me ponen los Reyes?

¿Por qué a mí no me ponen los Reyes?

La niña, menos de cinco años, le dice al señor que la lleva de la mano: ¿“Por qué a mí no me ponen los Reyes”? Éste se sorprende al escuchar las palabras infantiles, acongojadas, casi vacilantes, talvez temerosas de un reproche.

Él piensa en todo cuanto la niña llevaría por dentro, qué vacío sentirá, qué miserable podría ser su existencia, según lo que  se pueda interpretar de sus palabras.

¿Cuántas cosas siente ella que habrá pedido o que habrá perdido? ¿Cuántas delicias habrá dejado de disfrutar? ¿Cuántas jornadas de espera de un regalo debajo de la cama? ¿Cuántos amaneceres fríos en la búsqueda de un presente que nunca está allí, donde debía estar; tal vez debajo otras camas, ricas o pobres, que  no olvidan colocar una copa de vino a   los Santos Reyes o la yerba para los camellos?

Me sacuden  estas interrogantes, este planteamiento de la última nieta que la vida me ha ofrecido, a quien correspondemos abuelos, padres, tíos etc.

Si para el año antepasado tuvo, entre otras cosas una bicicleta,  que al tener necesidad de reparaciones por desperfectos, preferimos darla al jardinero, porque lo sentimos a punto de suplicar el “salvamento” para su hijita, y en la pasada fiesta se le compró a nuestra princesita un mejor aparato. Varias “barbies”,  juegos de pinturas, muñecas,  cocinas, pelotas;  el arbolito que ella deseaba, con los aditamentos que le plazca para  el encendido de sus caprichos y atracciones…

Nada se escatima. Ella misma va pidiendo según ve en las tiendas a las que acudimos por una razón o por otra, y lo compramos en seguida.

Engreída, satisfecha, pregona a cada paso su nuevo regalo en el “cul de sac” donde vivimos, extensión de la avenida Independencia.

Su madre, Rocío Degelia, mi última hija, me reprocha:

– Tú está mal educando a la niña.

– Ya lo sé.  Quizás sea la última nieta de quien yo disfrute. Y así estoy disfrutando a mi madre, Degelia Tirado Montás, y  lo digo con orgullo  y con dolor  a la vez, porque se  nos  fue muy temprano y todavía nos hace falta. Sarah llena en gran parte ese vacío.

Recalco: Para eso estamos los abuelos.  Es el mejor papel de la vida: Renacer  para la partida que ya nos aguarda.

Comprendo en qué hemos fallado. Para este año, buscaré dónde esconder los regalos de la conmemoración y así ¡gran sorpresa de Reyes debajo de su cama!, aunque ella  vive reclamando  presentes en el período de Navidad y antes. Pero así me evitaré  aquella quejumbrosa lamentación, por mi debilidad de corresponderle   de quiero esto y  quiero lo otro:

-¿Por qué a mí no me ponen los Reyes?

La madre salta, y me enfrenta nuevamente:

-La estás malcriando.

Yo me olvido y me refugio en mis pensamientos:

Ya verás, nieta mía ¡qué ilusión esa noche de Reyes! como la destaca  el poeta  Juan Ramón Jiménez a  su adorado burriquito Platero:

“…a las doce, pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando, almireces, trompetas y el caracol que está en el último cuarto.”

Y ya, nieta del alma, no volverás a decir que los Reyes no te dejan juguetes.

Me reprocharás ahora, quizás,  en esta temporada, porque no me desbordo contigo en supermercados ni te llevo a “juguetones”, como antes. Es  para que sepas que los Reyes te premian para el 6 de enero de cada año, como pobres o como acomodados. Como te lo mereces, por el mucho amor que tú nos das y que hace que te llevemos en el alma, para que la  próxima jornada de Reyes  (y otras) sean para ti, de golpe, un amanecer de asombros y alegría incomparables. Y para mí, la certeza con que una  vez me hizo estremecer el buen amigo Alejandro María, mientras avanzábamos por las carreteras de San Juan, El Cercado, Hondo Valle, Elías Piña, Las Matas de Farfán, Bánica:

-Si hubiera sabido que los nietos se quieren tanto, yo los habría tenido primero y después a los hijos.

Ya la oiría cantar, dulcemente:

Allá en el Polo Norte /vive un señor barrigón/ que se llama Santa,/ que se llama Santa Claus/ /tiene un taller de juguetes…

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