¿Por qué chiquito, señor Presidente?

¿Por qué chiquito, señor Presidente?

POR GRACIELA AZCÁRATE
Los domingos a la tarde, me encanta sentarme en mi cuarto que da al Mar Caribe, convertir el tablero de dibujo en tabla de planchar, escuchar la música de la radio y planchar de a poco la ropa de la casa para toda la semana. Mientras escucho música, me tomo una cervecita helada y voy guardando la ropa en dos recipientes de plástico que me despiertan antiguas memorias.

Es que esos dos tinajones de plástico están con nosotros desde 1984, cuando recién llegados, nos alojamos en el aparthotel Ara, en la avenida 27 de Febrero, entre la avenida Churchill y la avenida Lincoln. Hacía tanto calor, que crucé la avenida, enfrente estaba en ese entonces el supermercado Asturias y compré esos dos tinajones simplemente para llenarlos de agua y en el balcón del hotel bañar a los nenes. Mauro iba a cumplir cinco años y Juanito dos .

Desde hace veintiún años sigo guardando la ropa planchada de toda la casa en esos dos tinajones. Cada domingo, mirarlos me sirve como un recordatorio de lo que pasó en mi vida, cómo crecieron los chicos, cómo cambió la ciudad , sobre todo me pregunto si fue una buena elección “quemar mis naves” en Santo Domingo y desde hace seis meses me pregunto porqué el señor Presidente la quiere cambiar por una Nueva York, o Miami, o a Samaná en una Montecarlo chiquita. Muchas tardes me dejo llevar por el recuerdo de una Santo Domingo a la que evoco con nostalgia, y a la que siento inexorablemente perdida. Hace un rato y más arriba dije ”quemar mis naves” porque cuando decidí quedarme fue porque me enamoré de una ciudad provinciana, recoleta, cariñosa, doméstica, arbolada, fácilmente recorrida a pie y en carro, con aroma de vecino pachanguero y servicial. La ciudad a la que llegué hace más de veinte años invitaba a vivirla barrio a barrio, a recorrerla y a bebérsela a grandes tragos.

 No sólo compré los tinajones para que los nenes chapotearan en el agua, sino que en las tardes acomodaba a Juanito en su coche de paseo, Mauro se subía al peldaño y nos íbamos los tres caminando por la avenida 27 de Febrero hasta la Churchill para comprar fruta, miel y canastos.

Era entonces aquella avenida Churchill un racimo lleno de puestos de fruta, miel y charamicos, donde no había ningún boulevard y donde nos parábamos en la “La hortaliza” para comprar la verdura de toda la la semana. Los domingos nos subíamos al “cepillo”, íbamos a la playa, o a Casa España o simplemente nos íbamos al malecón a pasear sin temor a que cayera la noche. Total pasara lo que pasara siempre había un montón de dominicanos serviciales, hospitalarios, entrañables con los chiquitos y muy padrazos. Total si el cepillito se incendiaba siempre había un par de brazos morenos y fuertes apagando el incendio, sacando a los nenes del alboroto, arreglando el motor y en medio del reperpero muy africano y andaluz las mil recomendaciones para el cuidado y la protección de los bebés.

COMO LA CANCIÓN “TODO QUEDÓ ATRÁS”

Lo único que pervive de aquella época de fulgor son los dos tinajones de plástico, mi memoria de “dinosauria romántica” y una pregunta que desde hace seis meses me repito cada domingo.

El supermercado Asturias no existe, la avenida fue interrumpida por el expreso que se construyó entre 1996 y el 2000, los puestos románticos, multicolores y olorosos a fruta de la Churchill fueron desalojados para construir un “boulevard de la estrellas” donde en el inicio, como en una caricatura, la farándula de aquí plantaba la palma de la mano como si estuviera en Hollywood.

Las tres avenidas de mi recuerdo de hace más de veinte años son un pandemonium esquizofrénico, cruzadas por ese expreso que dividió a la ciudad en dos opuestos hostiles, la convirtió en una vía para salir disparado hacia adelante, hacia la nada, siempre desesperados, siempre apurados, sin saber adónde van, como en estampida de ganado mostrenco, enajenados, sin ver, ni escuchar, ni entender al otro. Con un celular en la oreja porque da estatus, subiendo el vidrio de la yipeta porque no es de buen ver mezclarse con la chusma y como la mona bíblica “sin ver, ni hablar, ni oír”.

Ya no existe aquel sabor de ciudad colonial donde el vecino te pasaba un plato de sancocho y el postre, se sentaba en la vereda, ponía un merengue sabrosón mientras te brindaban una cerveza bien fría o un ron, tampoco es la ciudad donde las amigas puertorriqueñas venían a pasar el fin de semana, sentadas, tomando cerveza en el malecón sin temor a ser asaltadas como en el viejo San Juan.

Mientras acomodo la ropa en aquellos tinajones de hace veinte años me pregunto porqué el señor Presidente se olvidó del sabor de Villa Juana y quiere cambiar esta ciudad pequeña, aristocrática en su sencillez, amable, colonial y entrañable, por el sueño de convertirla en una “Nueva York chiquita”, o un Miami en réplica latina, o una “ Isla de la Fantasía para ricos extranjeros” con “un Metro faraónico” y ahora además con una Samaná a lo “Montecarlo”.

Hace muchísimos años, en una cena en Madrid nos encontramos un grupo de exiliados uruguayos, argentinos y chilenos invitados por españoles. En el fragor de la fonda, entre chatos de manzanilla y un jabugo de excepción, los españoles anfitriones empezaron a contar cuentos de argentinos, haciendo burla de nuestra habitual arrogancia. En la cabecera de la mesa el poeta Juan Gelman empezó a cabrearse, en el otro extremo una vieja pintora argentina atacó a una española que estaba empecinada en hacernos morder el polvo y le dijo que sí, que era cierto que los argentinos eramos unos vanidosos y unos creídos pero lo éramos porque “teníamos con qué”.

La española que al principio se animó creyendo que la anciana “sudaca” le iba a dar la razón quedó muda. Del otro lado, el poeta contra atacó. Juan Gelman relató un encuentro de escritores, donde un colombiano hizo pifia de los argentinos y dijo que en el fondo del corazón todos los que escribían tenían un Gabriel García Márquez “chiquito” enquistado en el corazón.

Un escritor argentino que participaba del encuentro “canchero” y petulante para no faltar a la tradición ripostó:

¿Y por qué chiquito?

La española empecinada no sólo quedó muda sino estampada, y el resto de la españolada siguió comiendo, calladitos y mirando fijo el plato como si el jabugo, el queso y las olivas fueran un enigma a descifrar. A Juan Gelman sólo le faltó un “corte de manga” a la italiana mientras levantaba el vaso de vino y brindaba por la concurrencia.

 El resto de los argentinos agradecimos al poeta y a la pintora poner a los detractores en su sitio y a nuestro ego maltratado arroparlo en manzanilla y jamón.

El recuerdo de aquella noche madrileña, del poeta y de su: ¿ y porqué chiquito? me convoca a preguntarle al Presidente: ¿porqué soñar para Santo Domingo, la bella, la primada, la olvidada y la siempre hermosa ciudad caribeña, un futuro de “Nueva York chiquito”, de “Beisbolandia” de exportación o de “Montecarlo” a lo Carolina de Mónaco?

Porqué en cambio no pensar en un país y en una capital a la medida de su gente, de sus tradiciones, de su historia, de su mar, de sus tragedias y de su hermosura. De sus hombres y mujeres de piel morena, de labios carnosos, de bellas sonrisas, con pelo crespo, porque no “es pelo malo” sino diferente y que esa diferencia le viene de su pasado africano que no es afrenta sino recuerdo altivo de un pasado que los embellece.

Si los que dirigen el país piensan en los empresarios millonarios que van a invertir tambien deberían pensar en la cantidad de extranjeros que sin tener capitales en metálico, aportan un capital en experiencia, recursos profesionales y modos de vida enriquecedores y aleccionadores de otros lugares del mundo. Ellos eligieron quedarse en esta tierra por que le brindaba en la medida de lo posible una vida decorosa, con un clima de ensueño, con una gente encantadora y un refugio edénico donde morir en paz. Hace uno o dos años Leonora Ramírez, periodista del periódico Hoy hizo una serie de entrevistas a los extranjeros que se habían quedado en el país. Eran en general clase media, compuesta de profesionales, pequeños empresarios, escritores, artistas, geólogos, pintores, cocineros, fotógrafos, actores, publicistas, bailarinas. Todos tenían en común el encuentro con un país que daba sensación de futuro, con trabajo honesto, paz y esperanza. Todos se habían instalado con su familia, trabajaban, aportaban al país y eran un capital y una reserva humana nada desdeñable.

Me imagino que todos ellos tenían los mismos sueños que tenía yo cuando decidí quedarme en la isla.

Pensando en los sueños del presidente y en mis propios sueños me asusta pensar que mi futuro cifrado en la realidad de una ciudad de hace veinte años sea desvirtuado y hasta traicionado por un sueño que respeto pero que no comparto.

Nueva York me resulta hostil y ajena, París es fría y gris, Madrid me gusta para un ratito, a Miami la detesto y de Montecarlo sólo me gusta el cuento del jugador suicida de “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” de Stefan Zweig.

En cambio Santo Domingo me gustó, me gusta y me gustará porque tenía, entonces, la medida de lo humano, la belleza de la cosa doméstica, la certeza del cariño maternal, la dulzura de su gente, la capacidad de sufrir decepciones y sin embargo conservar la credulidad y el asombro de los niños.

Me quedé porque pensé para mis hijos en un futuro con trabajo, con ideales, con cariño y sobre todo con decencia.

Y cuando hablo de decencia cito las palabras de Mª Teresa Fernandez de la Vega, Vicepresidenta Primera, Ministra de la Presidencia y Portavoz del Gobierno Español, en el debate Pekin+10 celebrado en Madrid del 3 al 8 de marzo del 2005, en el que dijo:

 “Según Margalit, decente es aquella sociedad cuyas instituciones no humillan a las personas, respetando un mínimo esencial u honor cívico que les corresponde como seres humanos, al margen de las reglas sociales de distribución de bienes y derechos propios de cada comunidad.”

Pero sobre todo porque pensé en el privilegio que sería para mí, vivir el progreso, el enriquecimiento y la grandeza de este país, con curiosidad por saber cómo iba a ser la modernización de la Primada de América con sus características peculiares, con su sello original, con sus aires caribeños inconfundibles y con el encanto especial de la mezcla.

La pensé y soñé solar.

Moderna sí, pero caribeña, de azúcar y guarapo, colocada como diría Pedro Mir “en el mismo trayecto del sol” o como Manuel Rueda “mecida en la cola del huracán” pujante, renovada, vital, distinta y sobre todo auténticamente dominicana.

El tamaño grande o chico sólo depende de cuánto estuviéramos dispuestos a trabajar, sufrir y aportar los que vivimos en esta isla.

 Entonces… puesta a pensar ante la realidad que nos obligan a vivir, ante la humillación cotidiana que significa la imposición de ideologías de neocolonizado le reitero mi pregunta: ¿por qué chiquito, señor Presidente?

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