Muy al principio de los tiempos bíblicos, Dios dijo: “Ya no contenderé más con el hombre”, y se salió del escenario del mundo. Digamos que se aburrió de ver tanto desprecio a sus consejos. Cada vez que él mandaba hacer una cosa, las protestas, disidencias y rebeldías eran inenarrables.
Los hebreos, una vez liberados de los egipcios, le dijeron a Moisés que ellos no querían hablar con Dios, porque podrían morir de susto, sino que Moisés fuera él su intermediario; así, ellos podían discutir con el intermediario sin necesariamente desobedecer a Dios. Cuestión de lógica, diría Germán el sereno de mi calle.
Decía Emiliano Tardiff que a los creyentes les gusta hablar de Cristo, hablarle a Cristo, pero no les gusta que Cristo les hable. Esto se parece a muchos funcionarios que dicen ser leales al jefe, pero prefieren que lo pongan de servicio en la frontera pero que el jefe no los llame nunca. Cuestión de astucia, diría el Chavo.
Hay varios tipos de incrédulos: Los ateos, especialmente los que no conciben otro dios que ellos mismos, o que no están dispuestos a cambiar de opinión sobre muchas cosas, ni mucho menos a cambiar de conducta.
Están los agnósticos, esos que se ocultan bajo la supuesta incapacidad del hombre de conocer o comunicarse con Dios desde la actitud cerrada en la que ellos se encuentran.
Están los elitistas, muchos de los cuales son muy creyentes en Dios, santos varones que, puesto que Dios no se les ha presentado a ellos, le han prohibido a Dios que hable o se manifieste a gentes plebeyas de poca alcurnia religiosa. Y que por tanto solo conciben las manifestaciones del Espíritu como cosa del pasado, esto es, a los apóstoles y los primeros santos.
Deben tener razón estos sabios que así piensan, pues las gentes pobres e ineducadas hacen demasiada bulla y dan saltos como locos cuando Dios les habla o al menos ellos creen que es Dios quien los está tocando o algo parecido. Pero parecería que mayormente tienen miedo de que Dios les obligue a cambiar de vida y de ideas. Especialmente aquellos que tantas tonterías sobre Dios hayan dicho o escrito. Hubo uno de esos intelectuales que, ante muchas evidencia de la existencia de Dios, lo único que se le ocurrió fue decir: Yo aceptaría la existencia de Dios con tal que no se meta conmigo”. De ese tipo de incrédulos hay muchísimos, incluyendo a los creyentes tibios y a los fríos que ya han ido demasiado lejos por el camino equivocado, o individuos, acaso no tan comprometidos con el mundo, que se sienten demasiado adultos para cambiar, o que la inercia de sus malos hábitos les pesa demasiado.
En todo caso, si alguien tiene valor y otro tanto de integridad, nada le cuesta ponerse delante del Señor y pedirle que, si él realmente existe, se lo deje saber, a condición de que por lo menos intentaría ser mejor persona y vivir más acorde con su suprema y santa voluntad.