¿Por qué El y no yo?

¿Por qué El y no yo?

MARLENE LLUBERES
Esta es una frase muy común entre los seres humanos ya que, desde nuestros inicios, vemos cómo los descendientes de Adán y Eva, Caín y Abel, sufrieron las consecuencias de este pensamiento. Uno, con el anhelo de agradar a Dios con lo mejor de él, ofrendándole de todo corazón los frutos de su esfuerzo y trabajo; otro, al ver la forma en que era recibida de parte de Dios esta ofrenda, sintió envidia, emoción que lo llevó a cometer el primer asesinato registrado.

La envidia es uno de los problemas emocionales más frecuentes que suele producirse cuando surge en nuestras vidas una tristeza por el bienestar ajeno, llegando a existir una mezcla de emociones de naturaleza contradictoria; por un lado, el deseo de tener lo que otros tienen y la admiración por lo que han obtenido, frente al dolor por no tenerlo y la indignación porque se considera injusta la diferencia que se observa al realizar comparaciones. Esto dificulta el desarrollo del que lo padece y sus relaciones con los demás ya que se constituye en un estado interno, generador de sufrimiento, ante el progreso de los demás.

Esta emoción dañina y perturbadora se produce por carencias profundas que deseamos suplir a través de elementos, emocionales, espirituales o materiales que dudamos poder alcanzar y con dolor vemos que otros sí han podido lograr. Envidiamos la alud, la belleza, el nivel económico, el prestigio social y hasta el grado de felicidad.

Cuando el ser humano es afectado con esta enfermedad en él crecen profundas raíces de amargura e inconformidad, con un evidente concepto de inferioridad que no le permite reconocer las bendiciones que le han sido dadas, los dones y capacidades que le han sido regalados. Al reconocer que padecemos de este mal, podríamos formularnos la pregunta que Jesús un día hizo a quienes a El acudían: «¿Quieren ser sanados?»

Si vamos a Jesús, Aquel que es fuente de agua viva, entregándole nuestras carencias y necesidades, con la seguridad de que El tiene el poder para suplirlas, esta debilidad se desvanecerá como se desvanece la neblina, restaurándonos la paz que habíamos perdido.

Dios nos amó tal como somos, demostrando ese amor entregándose a sí mismo por nosotros, lo que refleja que somos importantes, que alguien que es supremo, creador de todo el Universo, se interesó en la humanidad.

Si analizáramos las maravillas que sólo El ha hecho pensaríamos: ¿Quién es el hombre para que de El te acuerdes y el hijo del hombre para que lo cuides?

Dios nos valoró, nos ha hecho importantes y cuando se produce en nosotros un reconocimiento de esa identidad que Dios nos ha dado, por habernos hecho a su imagen y semejanza, llenándonos de Su amor, inteligencia y capacidad para relacionarnos, nos hacemos aptos para entregarle estos males que lesionan nuestra alma: los celos, la envidia y otros, semejantes a estos, que únicamente nos hacen incapaces de disfrutar la vida en abundancia que Dios nos ofrece.

Busquemos un encuentro con Dios para que El nos muestre cuan grandes bendiciones podemos tener a través de El, expresándole nuestras emociones y sentimientos, reconociendo que la envidia es carcoma para los huesos, que nos arrebata la paz y que necesitamos que, de raíz, El nos elimine ese sentimiento nocivo para que el reposo vuelva a nuestra alma y las relaciones interpersonales estén llenas de amor y armonía.

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