¿Por qué erradicar el trabajo infantil?
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LETICIA DUMAS
Me preocupa que todavía, después de tantos estudios, análisis, debates, reportajes sobre el trabajo infantil, en el mundo y en República Dominicana, siempre se encuentran personas, muchas veces bienintencionadas, que defienden, justifican y legitiman la explotación económica de niños, niñas y adolescentes.

Según la Oficina Internacional del Trabajo (OIT), cerca de 350 millones de personas entre 5 y 17 años trabajan en el mundo, de los cuales 6 de cada 10 tienen menos de 14 años; 246 millones de ellos están en actividades peligrosas o explotativas por ser eliminadas; 180 millones están atrapados en las peores formas de trabajo infantil, incluyendo por lo menos 8 millones víctimas de explotación sexual comercial, y reclutados en conflictos armados.

El 17,5% de los niños trabajadores se encuentran en América Latina y el Caribe. En República Dominicana, 436,000 niños, niñas y adolescentes son económicamente activos.

Estas cifras, seguramente conservadoras, son espantosas, y llaman al rechazo, a la condena y a la acción. Ningún argumento, seas de índole económica, política, filosófica, u otra, puede justificar que un solo niño sea privado de sus derechos, de su libertad, de su infancia.

En este sentido, ¿cuáles son las objeciones fundamentales que se pueden hacer a los defensores del trabajo infantil?

Muchas veces la gente me hace este comentario: «Pero en nuestro país -entendido un país en vía de desarrollo-, el trabajo infantil siempre ha existido. Esta muy arraigado en la mente de la población, sobre todo en el mundo rural». Eso puede ser cierto. Sin embargo, ¿quien dice que la tradición en sí es buena? Acaso el mero hecho de repetir un error lo hace menos erróneo, menos dañino, menos injusto? Durante siglos, en Europa, se practicaban sangrías y lavativas sistemáticas para tratar cualquier tipo de patología, de la anemia a la tuberculosis, lo que tenía el insigne mérito de aliviar definitivamente al paciente provocando su muerte. Pero, es que se solía hacer. De la misma forma, ¿deben continuar trabajando los niños porque lo hicieron sus padres, y sus abuelos antes que ellos?

La tradición no legítima la explotación. En este caso es peor: la perpetúa.

No es nada malo desempeñar faenas domésticas o aprender un oficio con sus padres en el marco de una actividad familiar, sea en la casa o en el campo. De hecho, este tipo de actividad, en un ámbito seguro contribuye a la socialización del niño en el beneficio de la comunidad. No obstante, es preciso distinguir un proceso de aprendizaje del trabajo por ser eliminado. Se debe condenar el trabajo repetitivo, no-cualificado, inadaptado a las capacidades del niño, peligroso, que perjudica a su integridad física, emocional y mental, comprometiendo su desarrollo y su vida futura. Sí se debe condenar la entrada a temprana edad de niños al mundo adulto que se caracteriza por la violencia de las relaciones, y para el cual no están preparados.

Como bien lo escribe Raoul Vaneigem: «La infancia, como manifestación de la vida en toda su exhuberancia, es incompatible con la economía. Aprender a sobrevivir en la jungal del mercado no es aprender a vivir. La economía destruye la infancia.

También, algunos defienden el trabajo infantil argumentando que les enseña a los niños el sentido de la responsabilidad y la disciplina. ¿Será para convertirlos en buenos trabajadores-soldados, ignorantes y sometidos? La escuela, además de inculcarles los mismos valores, también les proporciona las herramientas para conocer, entender, criticar, y tal vez cambiar el mundo que les, que nos rodea. Por supuesto, hablamos en este caso de una escuela abierta al mundo, con recursos suficientes y permanentes, con maestros capacitados y motivados para, a su turno, motivar a sus estudiantes, buscando y promoviendo la excelencia a todo costo, en oposición a la afligente mediocridad que parece ser la medida de nuestra sociedad.

«La felicidad de un niño reside en el juego de vivir, que abre ante él las perspectivas más alegres: jugar, aprender, conocer, descubrir, amar. Cosas todas ellas que el mundo moderno ha falsificado: jugar a la Bolsa; aprender para evitar el paro y la miseria; conocer para administrar, dirigir, manipular, descubrir para enriquecerse; amar el dinero. Y cuando no se tiene nada, mirar desde su barraca de chapa el juego adulterado de la modernidad y cargar con su cruz, con su miseria, como si fuera una fatalidad».

Otro lugar común en la boca de los defensores del trabajo infantil es que en los países pobres se necesita la participación de los niños en los ingresos del hogar. De hecho, estudios de la OIT demuestran que en las zonas urbanas los niños pueden contribuir hasta el 25% de la economía familiar. Así, en la lógica simplista y cortoplacista de sus defensores, erradicar el trabajo infantil se resume en quitar a las familias más pobres recursos indispensables a su sobrevivencia.

No cabe duda que la pobreza es una causa del trabajo infantil. Sin embargo, también hay que ver con su corolario: el trabajo infantil mantiene la precariedad social y económica de los más vulnerables y nutre el subdesarrollo, pues este trabajo interfiere con la educación e impide la formación de un capital humano, el que justamente permite superar la pobreza.

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