¿Por qué la sorpresa?

¿Por qué la sorpresa?

Para mucha gente, el Brexit fue una especie de Cisne Negro, un evento impensable, imprevisible, sorpresivo, capaz de alterar el curso de la historia mundial.
La realidad es que no hay motivos para extrañarse de esa decisión. Los británicos, en especial, los ingleses han probado a lo largo de su larga y hazañosa existencia que han actuado con un fuerte sentido de excepcionalidad, que debe mucho a su condición insular, pero más a la valoración que dan a su identidad, valores, tradiciones, historia y cultura. Donoso Cortés, gran orador español, describía con ironía ese fenómeno: “En el mundo hay dos razas: la raza humana y la raza inglesa”.
Si echamos una mirada atrás, comprobaremos que hasta la Segunda Guerra Mundial, toda la política británica durante cerca de tres siglos fue guiada por la búsqueda del equilibrio europeo: evitar a todo trance, con alianzas diversas y cambiantes, y no pocas guerras, que ninguna potencia continental dominará Europa. Así enfrentó con éxito los planes de hegemonía de Francia, España y Alemania.
Esa política fue la que le permitió construir un vasto imperio a través del dominio del mar que le daban tanto su formidable flota como el desarrollo del comercio libre. A la vez, tenía plena conciencia de que una potencia hegemónica en el continente representaba una amenaza seria a sus intereses en el mar y el comercio.
Esa visión también la proyectó después hacia Euroasia, lo que explica en gran modo su política frente a una Rusia imperial que amenazaba su dominio en el subcontinente indostánico, o buscaba una salida al Mediterráneo.
Incluso Churchill, empeñado como estaba en preservar el Imperio Británico, abogó por la unidad de las naciones europeas: al igual todos los liderazgos europeos de la postguerra era sensible a la realidad de que las guerras mundiales habían hundido su indiscutible dominio del mundo, auspiciado la emergencia de los EUA y la URSS como potencias globales, e iniciado el proceso descolonizador. La posibilidad de recuperar las posiciones pérdidas, pasaban por la unidad, aún fuese parcial; o plena, en el plano defensivo de la OTAN.
Pero fue evidente que los británicos siempre recelaron de un proceso de unidad europea, que los conducía un esquema dominado por el eje franco-germano, o más difícil aún, por una Alemania restaurada en su poder y riqueza, inquietud que se acentuó tras su unificación.
Eso en gran modo explica que la integración británica a la construcción de Europa fuera limitada, con reservas y recelos: no participaron ni en la unión monetaria, lo que hubiera menguado una de las fuentes de su poder nacional; ni aceptaron el acuerdo Schengen, para limitar la libre movilidad de las personas.
La expansión hacia el Este, que se impulso sobre todo por inspiración alemana- algo evidente en el papel asumido por ésta en la desintegración de Yugoslavia-, tendría un impacto considerable en la cohesión de la Unión Europea.
Pero el efecto bumerán, en forma de crisis de refugiados desestabilizadora, provocado por las políticas y las imprevisiones de la alianza occidental en el Magreb y Medio Oriente, terminaría de crear las dramáticas condiciones para la salida británica de la Unión Europea.

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