Por qué nos defendemos

Por qué nos defendemos

POR LEÓN DAVID
Hay temas en los que todos solemos incursionar muy a nuestro gusto y placer, sintiéndonos expertos en la materia, pero llegado el caso de tener que explicar con un mínimo de rigor lo que con tanta soltura creíamos dominar, no dudemos ni por un instante que nos pondremos a tartamudear extraviados en un tupido bosque de argumentaciones tambaleantes y contradictorias.

Me ha asaltado esta reflexión al ponerme a considerar con cierto detenimiento el concepto de “belleza”. Pocos serán los que no estén convencidos de ser capaces de discriminar algo bello de lo que no lo es. Y hasta tal extremo llega pareja convicción que nos sorprendería muchísimo descubrir que nuestro criterio al respecto –que imaginamos natural y evidente- pueda no ser compartido por quienes nos rodean. Una tendencia al parecer irresistible induce a generalizar nuestra perspectiva individual, asumiendo como si tal cosa que el resto de las personas contemplan la realidad a través del cristal de nuestros mismos anteojos… ¡Craso error!; impertinente postulado que con frecuencia da pábulo a interminables e inútiles controversias.

Aceptar la divergencia de enfoques y percepción como hecho normal ante el que no tenemos por qué inquietarnos, constituiría, sin dudas, un punto de partida más fecundo para el intercambio de opiniones, actitud que no podría sino desembocar en un diálogo aleccionador henchido de promesas. Pero no. Somos intransigentes. Creemos siempre que la razón está de nuestro lado. Si alguien difiere de nosotros, de una vez decidimos que el que está errado es él. Si no logramos en el curso del debate que nuestro contradictor modifique su punto de vista ajustándolo al nuestro, no se nos ocurrirá reconsiderar con más calma la idea que estamos sustentando, sino que la vamos a defender con más calor y terminaremos acusando a quien la objeta de obstinación, insensatez o cualquier otra oscura perversidad.

¿A qué se debe tan difundido cuanto poco amigable comportamiento social? A ciencia cierta no lo sé… Un amago de explicación, sin embargo, se empeña en transitar por los laberintos tortuosos de mi mente, pero no me siento tan seguro de su verdad como para poner las manos al fuego por ella. Sea lo que fuere, la lanzo al aire para que cada cual, según su temperamento y disposición, la acoja  o la rechace:

Me asalta la sospecha de que el problema fundamental que confrontamos cuando nos empecinamos en defender nuestra particular visión de las cosas frente a quienes discrepan de ella tiene un nombre: se llama miedo. En efecto, el ser humano es en esencia un filtro que valora la realidad cuando entra en contacto con ella a través de la peculiar porosidad de su tamiz sensible. Vivimos en función de ciertos valores; son éstos los que infunden sentido a la existencia en la medida en que nos incitan, estimulan y movilizan nuestras energías haciéndonos evitar lo que nos perturba y desagrada y orientándonos hacia lo que nos atrae.

De modo, pues, que si algo tiene importancia para un ser humano, es su manera específica de valorar la realidad. Al fin y a la postre su yo más profundo consiste en esa específica modalidad valorativa. Nuestros valores nos brindan la seguridad de que existimos y de que vale la pena existir. Merced a ellos reafirmamos constantemente el sentido de nuestra presencia en el universo. Es como el suelo que pisamos. Necesitamos que esté firme bajo nuestros pies. Cuando un terremoto lo sacude el terror se apodera de nosotros; lo que pensábamos más sólido no lo es; todo se viene abajo, todo se resquebraja y se derrumba; nos invade el pánico y llevamos  a cabo acciones disparatadas como saltar por la ventana de un octavo piso o quedar paralizados esperando que el techo se nos venga encima.

De modo para nada diferente, cuando advertimos que nuestra escala de valores –que reputábamos granítica e inconmovible- no es aceptada por quienes nos rodean, se produce una suerte de seísmo espiritual, nuestras más firmes convicciones empiezan a tambalearse, el edificio de nuestras concepciones trabajosamente adquiridas en el curso de toda una vida se agrieta peligrosamente, cae al piso el estuco de nuestros cómodos prejuicios y ceden los cimientos de nuestros mecanismos de defensa. En semejante situación resultará siempre más fácil desprestigiar la concepción ajena que revisar laboriosamente nuestra propia y muy entrañable perspectiva. Algo así como meter la cabeza bajo tierra igual que el avestruz en el vano intento de eliminar el peligro que nos amenaza.

El miedo a perder las estructuras, a quedar sin nuestros apoyos habituales  conduce a afincarnos más y más en las valoraciones que sustentamos y a desestimar como no relevantes las opciones existenciales que de una u otra forma contradigan nuestra opción.

Tal es la antojadiza explicación que me ha venido a las mientes en relación con tan curioso y generalizado fenómeno. Imagino que el lector, a estas alturas de mi divagación, con el propósito de no verse conminado a modificar sus personales creencias, ha preparado ya un excelente arsenal de argumentos para rebatirme…

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