Por qué sufren tanto las madres

Por qué sufren tanto las madres

Tal vez no haya nadie sobre el planeta que tenga, como madre, un estado de conciencia tan bien sintonizado acerca del bien y del mal y sobre la vida y muerte. Porque ella tiene el monopolio del origen, la trae a la vida, a la luz. Y en su ADN tiene el germen espiritual de la eternidad de la vida. En ello está su calvario y su camino hacia la gloria.

Por eso, su patrimonio es el matrimonio y la familia, por lo cual, desde luego, alguien que no dé a luz no puede ni debe ser  figura central de lo que por antonomasia y esencia es  el matrimonio.

(Las formas personas del mismo sexo tienen derecho a asociarse para realizar y contratos que les convengan, pero no llamarse matrimonio).

Mucho más que del padre, el hijo es la prolongación espiritual y natural de quien lo gestó y parió.

Durante el embarazo y en los primeros meses y años de vida, madre y criatura continúan su idílica unión física, afectiva, empática.

Por ello, la madre sufre con mayor intensidad los padecimientos de los pequeños: si se caen, si se golpean, si se frustran. Luego, en la escuela, que si las notas, que si los amiguitos. Nunca rememoro la imagen de esa señora frente al parque  de mi pueblo, despierta en su mecedora hasta entrada la madrugada, mientras el hijo no regresara de sus andanzas nocturnas. Nadie reza y suplica a Dios, a la Virgen y a los santos tanto como una madre por sus hijos.

No es casualidad que en las iglesias haya más mujeres que hombres; nadie que no tenga fe en Dios puede  soportar los riesgos y los problemas de los hijos. Ni cuando son pequeños, ni cuando son adultos, o cuando siendo ya mayores tienen sus propios hijos. La abuela sigue siendo igualmente madre, hasta el último día de su vida.

Por eso, nadie nacido merece más veneración que una madre abnegada. Una madre está tan sometida a la probabilidad de padecer por sus hijos, que hasta en la ancianidad y aún en el último día de su vida corre el riesgo de que su hijo cometa errores que los perjudiquen o que dañen o avergüencen la familia, o peor, que vayan camino al infierno. Y la posibilidad de ser, ella misma, convertida en una “mala madre”, por la perversidad o corrupción de su hijo. Igualmente, posiblemente nadie  tenga más responsabilidad que ella si hoy tenemos tantos compatriotas, varones y hembras, que son buenos dominicanos,  o, en cambio, gentes de mal corazón y mal vivir.

No hay cosa que alegre más el corazón de una madre que la seguridad de que sus hijos están en salud, en armonía con su familia, sirviendo a su patria y a Dios.

Bienaventurados los mayores y ancianos que recuerdan, dichosos, “la oración materna, y en su alma florece la resignación”… “Venid, oh, moradores del campo y la ciudad, entonemos un himno…” (Trina de Moya).

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