Por un nuevo país

Por un nuevo país

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Sí, nos urge la creación de un nuevo país, ejercitante de una institucionalidad que siempre nos ha sido ajena y casi insoñable. Abre trechos de esperanza que el presidente Fernández haya declarado en Salcedo, el pasado lunes de este agosto que se agosta, su intención de “construir un nuevo país, con una nueva institucionalidad, con una democracia participativa y diferente, donde el gobierno y la comunidad trabajen de manera conjunta en la solución de los problemas que afectan a los dominicanos”. (Listín Diario, 23 de agosto, 2005).

Veamos. Sólo la fuerza cruelmente ejercida por dictaduras como las de Heureaux y, todavía mucho más impactante, la de Trujillo, nos pusieron frente a los ojos el espejismo de una institucionalidad y una disciplina cívica. Digo espejismo porque tal institucionalidad no era cierta en su esencia, sino aparente. Era resultado de una presión atroz que era el instrumento dictatorial para mantener un desenvolvimiento social pacífico, cauteloso y sumiso. Y se veía un ordenamiento cívico, cierto e infalible, que jamás querríamos tener de vuelta a tan alto precio opresivo y aherrojante.

Ni siquiera Joaquín Balaguer, tildado de “dictador ilustrado”, con sus silencios activos, sus enigmas esfíngicos y sus maniobras astutas y sabias, pudo modelar una disciplina o un predominio de lo que el mandatario consideraba justo y bueno para la Nación.

¿Quería Balaguer una “Banda Colorá”?

No creo.

¿Quería “hacer doscientos millonarios” mediante permisividades injustas, hirientes e inadmisibles dentro de un correcto manejo de la “Cosa Pública”?

Que tal significa “Res Pública” –República– en su origen ideológico latino, aunque pocas veces hubiese sido algo cierto aún en la Roma paridora de conceptos.

El propósito de convertir a la República Dominicana en un nuevo país, con las características que detalló el presidente Fernández, constituye una empresa que sobrepasa los doce trabajos del mitológico Hércules, llamado Heracles entre los griegos. Es que aquí está el león de Nemea, hermano de la esfinge de Tebas, que asolaba al país, devorando a sus habitantes y a su ganado, quien tenía una guarida de dos accesos. Hércules tuvo que ahogarlo, despellejarlo, revestirse de su piel y hacerse un casco con su cabeza. Para tal cosa debió utilizar las propias garras del monstruo, ya que ni el fuego ni el hierro podían con él.

Tenemos aquí también la Hidra de Lerna, una serpiente con multitud de cabezas que renacían si eran cortadas. También devastaba al país. Tuvo Hércules que contarle la cabeza principal y enterrarla colocando entonces una enorme roca sobre ella y envenenando flechas con la sangre ponzoñosa del monstruo para lograr su efectiva muerte.

Tenemos aquí, vivas y activas, las otras diez terribles monstruosidades que el héroe venció.

A todas hay que acabarlas. Por supuesto, empezando por el principio. Todo se inicia en la educación nacional, que a su vez requiere, antes que otra cosa, de nutrición y cuido de la salud. Requiere que se haga verdad eficiente -repito, eficiente- lo de “Comer es primero” que no es, hasta ahora, sino una frase que aperpleja por la ineficacia estatal para controlar la especulación desmesurada, que incluye al mismo Gobierno, con sus impuestos mal pensados y peor aplicados y sus proyectos absurdos para un país empantanado en carencias que requieren urgente remedio.

Tal extraordinaria labor corresponde al Primer Mandatario de la Nación.

Que es terrible labor, lo sé.

Pero Fernández lo sabía cuando luchó por cruzar sobre su pecho la banda tricolor. Sólo él y un equipo coherente, valiente y obediente a los altos propósitos, pueden enfrentar tan formidable tarea.

Entre un mar proceloso de problemas, voy a mencionar sólo uno, grave.

La electricidad. No hay que hablar de lo que significa para el desempeño de un país.

Pues, manteniendo el mismo consumo –e incluso reduciéndolo al mínimo– las facturas eléctricas se multiplican astronómicamente desde antes de que se iniciara el alza del barril de petróleo. No se trata de elevaciones en el precio del kilovatio. Se trata de la cantidad, no servida ni mucho menos, que las Edes presentan como consumidas.

El cliente, yo, por ejemplo, acude a “Defensa del Consumidor”. A los dos meses viene un inspector a investigarlo todo (eso dice). Cuenta bombillas y artefactos eléctricos para dos personas, mi esposa y yo. No parece estar de acuerdo con los montos de las facturas, pero la oficina “defensora” dictamina que todo está bien. Voy tres veces a Edesur y presento quejas formales, les suplico que envíen técnicos que estudien la situación y que cambien el contador enloquecido (si es el caso). Vienen, analizan, se van, y las altas facturas continúan aumentando. Entre enero y agosto de este año, las facturas que solían rondar los mil trescientos pesos, suben hasta alcanzar los seis mil setecientos pesos. No hay con quien hablar. Evito enfadarme con la inocente empleada que me atiende en la Oficina Comercial de la Feria, metida en un limbo de vaguedades.

Hay que pagar lo que ellos dicen, o cortan la electricidad.

Cuesta trabajo retener la violencia que invita a acciones terribles.

Entonces, Fernández tiene sobrada razón.

Hay que hacer un nuevo país, donde la lógica no sea una abstracción filosófica.

Donde la justicia no sea un sueño más allá de la Utopía.

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