Por una campaña dignamente sucia

Por una campaña dignamente sucia

El objetivo ideal de una campaña es construir conciencia valorativa para una elección racional entre varias propuestas. En nuestro caso, más que crear valor es distorsionar ese ejercicio a través de una retorcida manipulación de las percepciones colectivas. En esa dinámica se validan todos los medios, recursos y conductas.

En la medida en que el deterioro institucional se acentúa, menos discriminatorios son los criterios de combate en una guerra sicológica cuyo objetivo es “virtualizar” la realidad. Esto es: hacernos creer o ver las cosas que son como si no fueran o las que no son como si fueran. La virtualización es una técnica convencional del marketing electoral. Los que cambian son los escenarios y los insumos. Por ejemplo, en nuestro país la corrupción es un factor relevante de decisión electoral por ser una realidad ancestralmente desatendida. Este es y será un ineludible tema electoral. Nada puede evitarlo. Su manejo estratégico en esta campaña revela, como ningún otro, el nivel de madurez del debate social. Esperar altas conceptualizaciones o propuestas institucionales de control de este mal es anestésico. Sería pedirle a la Coca-Cola que cambie su fórmula porque es cancerígena.

Las opciones tradicionales tratan ilusoriamente de marcar una diferencia que no existe, por más malabares “virtualizadores” que improvisen. Los únicos criterios de diferenciación atendibles son: la capacidad de disimilo retórico; la base participativa –una corrupción cupular y otra horizontal- y el tiempo de acceso a los recursos estatales. Por demás, existen categorizaciones de corruptos. Así, los hay con expedientes en curso, porque no apoyan al oficialismo, y con expedientes inactivos, porque se integraron al “consorcio ético progresista”. Existen “corruptos de alto nivel” por su cercanía a presidentes o a presidenciables, y corruptos de ratería, expertos en las artes camaleónicas.  Al final, la misma fetidez.

El manejo electoral de la corrupción ha sido satanizado por ciertos intereses del establisment. Lo han estigmatizado con el apodo de “campaña sucia”.  Si algo provechoso tiene esta pelea es que en ella las luchadoras dejan ver los pantys. Esto es transparencia forzosa. Si no fuera por estos destapes no comprendiéramos, en su verdadera hondura, la profanidad del poder, la inconsistencia de los discursos morales, la desmitificación de falsos paradigmas y  la desnudez de nuestras miserias políticas.

En una sociedad cerrada, impune, opaca y de doble moral se precisan de estas episódicas erupciones que nos sacudan la conciencia. Obviamente existen sensores sociales que se activan defensivamente para evitar que el sistema revele esas debilidades tirándole “paños de civilidad” para tapar su vergüenza. Su misión es el mismo maquillaje que le da cuerpo a sus artificiosas poses éticas. Si esta percepción es sádica, la prefiero, frente al pálido conformismo de aquellos que, jugando a ser “los santos”, perfuman la pocilga o alientan la narcótica impresión de que vivimos en Suiza. Que salgan los trapos sucios.

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