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Las universidades introducidas en el Nuevo Mundo por la Corona de España en la primera mitad del siglo XVI jugaron un papel de primer orden en la evolución y el desarrollo de las sociedades latinoamericanas. Orientadas en una primera etapa de su existencia a la formación del personal requerido por la burocracia colonial, civil y eclesiástica, contribuyeron luego a la sustitución de las autoridades españolas por los representantes de las oligarquías republicanas y, posteriormente apoyaron el ascenso político de las clases medias a través del movimiento reformista iniciado en Córdoba, Argentina, 1918. En su seno se formaron no sólo las personalidades académicas y políticas que sostuvieron las estructuras coloniales y republicanas y que ejercieron, sucesivamente, el poder político en la región, también los intelectuales que favorecieron el ingreso y el desarrollo de ideas renovadoras que, en varias ocasiones, culminaron con la caída de los gobiernos dictatoriales y con las transformaciones de las estructuras económicas y sociales de las naciones independizadas.
Como bien lo expresara la historiadora ibérica Águeda Rodríguez Cruz: “América fue la ocasión para que se diera la mayor proyección de una universidad como jamás se había visto en la historia. Es uno de los capítulos más interesantes que podemos llamar la epopeya de la cultura española. “Aquellas primeras comunidades universitarias (continuamos citando a Águeda Rodríguez Cruz) “fueron muy contestatarias, forjadoras de las primeras protestas contra los abusos de los encomenderos. Sus miembros se constituyeron en los primeros defensores de los aborígenes. Fue el primer balbuceo de la conquista, y el primer rayo de luz de la formulación del derecho internacional cimentado por Francisco de Vitoria de Salamanca, en sus ensayos surgidos a la luz de los problemas suscitados por la conquista”.
La autonomía y la libertad de cátedras permitieron que dichas instituciones de educación superior se fueran convirtiendo en ámbitos destinados al cultivo del conocimiento en su más amplia aceptación. Y en donde la reflexión crítica sobre su aplicación social se constituye en tareas esenciales.
Las décadas de los años sesenta y setenta el pasado siglo 20 fueron testigos de un gran debate sobre la educación superior. En el curso de esos años, los procesos y los intentos de reforma universitaria tuvieron a la orden del día en la América española, en la región del el Caribe, en los Estados Unidos, y en otros lugares del mundo. En términos más amplios, podemos decir que esas décadas marcaron el paso de una enseñanza superior elitista a una enseñanza de masa. Se perseguía adaptar la educación superior a los nuevos requerimientos económicos y sociales derivados de la adopción del llamado modelo de “desarrollo hacia adentro” promovido por el Consejo Económico de Países de América Latina (CEPAL), basado en el proteccionismo industrial, la sustitución de las importaciones, la explotación de los recursos naturales y el endeudamiento externo.
En la actualidad, tal y como ocurriera en otros momentos de su historia, la educación superior vive un proceso de transformación estimulado por los cambios que experimentan las diversas realidades nacionales. Dicho proceso, actualmente en desarrollo a escala mundial, tiene manifestaciones peculiares en la América Española y en la Región del Caribe, cuyos gobiernos han venido revisando el rol del Estado, reduciendo sus magnitudes y funciones, y aplicando políticas macroeconómicas de ajuste estructural.
¿Cuáles características tendría el modelo de universidad que visualizamos tomando en cuenta nuestros afanes y compromisos con la Pontificia y Real Universidad Autónoma de Santo Domingo?
La de una universidad forjadora de ciudadanos conscientes y responsables, de profesionales, investigadores y técnicos formados interdisciplinariamente y dotados de una cultura humanística y científica, capaces de seguirse formado por sí mismos, de adaptar sus conocimientos a las transformaciones y de localizar la información pertinente, de evaluarla críticamente.