La vida humana, tanto individual como colectiva, es un proceso de constante transformación.
Oscilamos como un péndulo, en perpetuo movimiento entre el equilibrio y el desbalance, ya sea en la vigilia o en el sueño.
Desde el nacimiento desarrollamos complejos mecanismos de adaptación que nos permiten enfrentar lo impredecible.
Aunque superamos obstáculos para alcanzar un desarrollo pleno —ese periodo dichoso de equilibrio metabólico que llamamos adultez—, el declive llega inexorable.
A partir de los sesenta años, etapa que la Organización Mundial de la Salud denomina adultez mayor, surgen los primeros signos del envejecimiento: la piel se arruga, el cabello encanece, los sentidos se embotan y el sistema musculoesquelético flaquea. Es el inicio de un sutil pero irreversible desbalance catabólico.
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El Homo sapiens se distingue por su capacidad intelectual, que le ha permitido tejer una sociedad compleja, fascinante en su creatividad, pero también aterradora en su destructividad. Vivimos en familias, vecindarios y naciones con ideales nobles, como un enjambre que labora por el bien común.
Sin embargo, esa misma inteligencia ha fabricado armas, justificadas bajo el engaño de la defensa, hasta que la guerra revela su verdadero rostro: la muerte. Todo ser humano equilibrado anhela paz, tanto interna como colectiva, pero hemos fracasado en aprender de la ecología y la convivencia universal.
Aunque proclamamos la Carta de Derechos Humanos, no somos celosos guardianes de su cumplimiento.
Los conflictos brotan en todos los niveles: familias, comunidades, naciones. Buscamos razones para alimentar la discordia, y la violencia —individual o masiva— siembra dolor y luto.
Las redes de comunicación, en lugar de unir, difunden el veneno del odio, propagando un lenguaje de dominación y segregación.
Llamamos «enemigos» a otros seres humanos y los perseguimos hasta humillarlos, convencidos de que la guerra traerá paz. Pero al final, solo queda un cementerio de víctimas sacrificadas en su nombre.
Hoy, la paz emocional de la humanidad pende de un hilo. Ningún lugar del mundo es seguro.
Algunos pueblos llevan décadas en guerra; otros están al borde del estallido. Todos hemos perdido parte de esa serenidad que alguna vez dimos por sentada.
Es hora de detenernos y reflexionar: ¿hacia dónde nos lleva este fanatismo disfrazado de patriotismo?
Urge abrazar la libertad de creencia, el respeto a la diversidad, la ayuda mutua y la fraternidad universal. Sobre todo, debemos proteger y amar a la naturaleza, nuestra madre común.
Que la paz y el amor invadan la mente del Homo sapiens en cada rincón del planeta.