Por Vanessa Ramírez y todas las víctimas:
ni olvido ni indiferencia

<p><strong>Por Vanessa Ramírez y todas las víctimas:</strong><br/>ni olvido ni indiferencia</p>

REYNALDO R. ESPINAL
Cuando inerme como pletórica de anhelos, llevando por único equipaje sus libros de estudios, fue tronchada en ciernes por unos imberbes asesinos la vida de la joven estudiante de medicina santiaguense Vanessa Ramírez Faña, yo, al igual que muchos(as) dominican(os), sentí que una parte de mi moría con ella.

La desoladora escena de su tierno cuerpo exánime y el llanto impotente de sus padres, seres queridos, y tantos que se unieron a su dolor inenarrable, provocó una brusca marejada de indignación colectiva. Fue como si, despertando de un idílico sueño, todos nos hiciéramos por un momento conscientes, parafraseando a Hemigway, de que ya no debíamos preguntar por quién estaban doblando las campanas: podían estar doblando por ti o por mi.

Siendo, además de coterráneo, compañero de sueños y faenas de sus padres, el prominente cardiólogo- pediatra y filántropo doctor Juan Ramírez y su delicada esposa la doctora Rosayda Fañas de Ramírez, muchos podrán preguntarse entonces, por qué mi humilde pluma no se unió, en su momento, a la de tantos que levantaron indignados su voz y su protesta ante aquel crimen abominable.

Consideré- y espero no estar equivocado- que era preferible hacerlo un tiempo después y así reflexionar-con el espíritu más sosegado- sobre uno de los temas en torno a los cuáles giran muchas de mis reflexiones actuales ante el auge creciente de la violencia que cada día, y de múltiples formas, ciega la vida de muchos hermanos nuestros dentro y fuera de nuestro entorno: me refiero al deber moral de no ser cómplices pasivos ante el crimen y la violencia.

Creo que hoy, más que nunca, conviene reflexionar profundamente sobre la posibilidad de que por conformismo o pasividad nos convirtamos en cómplices del mal. Una peligrosa tendencia-, caracterizada incluso por rasgos inconscientes-, parece conducirnos a convertirnos en espectadores mudos e indiferentes. Es como si de pronto hubiéramos caído en la patológica conducta de ver el crimen como normal, olvidando que la otra cara del mal cometido es el mal consentido.

Refiriéndose a este peligroso fenómeno, uno de los más prominentes sociólogos de la actualidad, Zygmunt Bauman, ha expresado que: «.ser espectador ya no es la situación excepcional de unos pocos. Hoy en día todos somos espectadores, testigos de cómo se inflige dolor y del sufrimiento humano que eso causa».

Hoy tenemos mayores medios y posibilidades de expresar solidaridad y brindar apoyo a las víctimas de la violencia y el crimen. La constatación de los psicólogos sociales-, constatación que parece paradójica-, sin embargo, es que está creciendo a niveles alarmantes la indiferencia de los ciudadanos ante este desafiante fenómeno.

No pocos especialistas vienen insistiendo en la necesidad de que los medios de comunicación social, sobre todo, hagan uso responsable de los mismos a la hora de dar cobertura a escenas donde se haga manifiesta la violencia. Y es que tras una sujeción ciega al supuesto «derecho a la información», puede darse otro fenómeno psicológico que conocen muy bien los especialistas en marketing. Me refiero a la «saturación».

Para el caso que nos ocupa ello vendría a significar que mientras más se expone una persona ante escenas de crimen y de violencia, mayor es el peligro de que acabe considerándolo normal. A raíz del asalto y asesinato perpetrado en Queens (NY) contra la estudiante Kitty Genovese, la psicología social ha vuelto sus investigaciones hacia la figura del «espectador pasivo»: aquella persona que ante una situación en la que alguien está en peligro o necesita ayuda, prefiere no implicarse».

Vanessa Ramírez es el símbolo de tantos dominicanos y dominicanas, muchas veces anónimos, que mueren víctimas de la violencia, tanto directa como estructural.

Nuestro deber ético ante ella y ante todas las víctimas, es, primero que todo, la memoria.

Y qué bueno sería, a este respecto, que algún legislador, que aún los hay muy sensibles- sobre todo de la provincia de Santiago-se decidiera a someter al honorable Congreso Nacional un Proyecto de Ley encaminado a que la fecha de su muerte, sea anualmente recordada, a los fines de honrar, no sólo su memoria, sino la de tantos que han muerto y mueren cada día víctimas de la violencia y la delincuencia.

El segundo deber ético sería el de no ser indiferentes en nuestra vida cotidiana, evitando así convertirnos en espectadores conformistas a quienes, en este caso, cabría también atribuir responsabilidad moral, pues si bien es cierto que estamos acostumbrados a cargar el peso de la ley y de la culpa sobre quien ejecuta el mal, es hora ya de que nos vayamos acostumbrando a considerar también una culpa moral la comisión de otro tipo de mal, no por más sutil menos letal para cualquier conglomerado social, el mal consentido, o mejor dicho: el mal de dejar hacer el mal.

Por Vanessa Ramírez y todas las víctimas: ni olvido ni indiferencia.

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