Por Venezuela!

Por Venezuela!

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Cuando Felipe Pirela grabó la canción Espera Quisqueyana, del inigualable Billo Frómeta, los dominicanos recibieron de la voz de un venezolano excepcional un canto a la esperanza que auguraba vientos libertarios en medio de la lucha por desplazar al tirano y sus huestes del país. Ya en la patria de Bolívar, el Pacto de Punto Fijo marcaba el inicio de un proceso de transición democrática puesto en marcha con posterioridad a la salida de Pérez Jiménez. Era el año 1958, cuando se firmó ese acuerdo entre adecos – copeyanos, y los dominicanos desconocíamos la pluralidad política porque estaba conculcada desde febrero de 1930.

Años transcurridos y la falta de integridad de un liderazgo incapaz de asociar su ejercicio público al desarrollo de acciones gubernamentales con destrezas para reducir la pobreza y los altísimos niveles de desigualdad. Cuatro décadas de Acción Democrática y COPEY crearon las bases para la emergencia de un dirigente que capitalizó la insatisfacción y en 1998 cambió el curso del proceso político y social de aquella nación. Hábil, de innegable carisma, pero cargado de una retórica que dividió su país limitando el avance y desarrollo, creando las bases para un heredero desprovisto del tino, formación intelectual y talento.

Hugo Chávez Frías emergió en la cresta de una clase partidaria desacreditada y los precios internacionales del petróleo muy favorables. Así liquidaba el frente opositor interno y exportaba su concepción por toda América Latina provocando un radical viraje electoral en el continente. Sin él, la factibilidad del éxito e instauración de gobiernos de izquierda en Bolivia, Ecuador y Argentina hubiese sido imposible.

Pero esa Venezuela idílica, redentora y defensora de los débiles ha sido caricaturizada. Por eso, con precios de su oro negro bajo en los mercados internacionales, sin recursos para financiar sus gigantescos programas sociales, el mundo conoce la otra cara de la revolución bolivariana: los niveles de corrupción en el gobierno, las filas para adquirir alimentos, la persecución y encarcelamiento a los dirigentes de la oposición y la falta de garantías dentro del proceso de competencia electoral.

Nuestro continente tiene en el balance de sus reclamos ante dictadores y caudillos el dilema de que sus sustitutos terminan reproduciendo las prácticas impulsoras de su retórica democrática. Venezuela, no es la excepción. El PSUV unificó una gran parte de los testigos y actores del sacrificio de años de luchas, los reclamos callejeros, el insigne Fabricio Ojeda y Douglas Bravo, la contribución y las ideas marxistas de José Vicente Rangel hasta hacer del Caracazo la clarinada que allanaba el camino de un coronel, elevado a la categoría de líder, que hizo añicos en las urnas a un tradicional exponente de la clase partidaria, como Salas Romer.

17 años de gobierno han creado una rutina dantesca, donde la prisión de Leopoldo López y la resistencia a permitir observadores en el proceso electoral envían un claro mensaje a la comunidad internacional. De paso, la jerga “injerencista” cobra niveles risibles debido a la falsa presunción de que opinar sobre valores y prácticas democráticas en un país implica inmiscuirse en sus asuntos internos.

Los valores democráticos son universales. Así como los ojos del mundo se aterraban por los años de encarcelamiento de Nelson Mandela, se estimulaban protestas ante los excesos de Pinochet, nos alarmamos por las decapitaciones del ISIS, las pantallas se llenan de indignación por la brutalidad policial contra ciudadanos afroamericanos en las calles norteamericanas, estamos conscientes que Venezuela merece procesos transparentes, donde el respeto a la disidencia constituya una regla inviolable. Ya la gente votó. Ojalá el oficialismo entienda que la cohabitación con la oposición es el único camino hacia una verdadera pluralidad política.

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