En los albores del 2024 se reconfirma la convicción de que el país debe moverse con presteza hacia cambios sustanciales a las reglas de juego que el Estado aplica a los gobernados para vigorizar la marcha de la economía que crece afectada por una informalidad excluyente; con alto endeudamiento y riesgos para la estabilidad que hasta ahora ha auspiciado mínimamente un positivo clima de inversiones y un súper gasto que mitiga y desdibuja gravedades sin impulsar el desarrollo real; sin incluir medidas contundentes que capaciten y modernicen recursos humanos para el desafío de los tiempos y estimulen la producción en campos y ciudades. Unos aplazamientos encadenados han dejado para después modificar estructuras que obligarían a tocar intereses creados, grandes y pequeños, susceptibles de generar costos políticos. Esto a expensas de mantener al país atado a esquemas que en un plazo casi fatal multiplicarían sus pasivos y sus limitaciones de recursos para superar críticos déficits que estrategias monetarias del Banco Central apaciguan mientras se consume más de lo que se produce en bienes exportables y para demanda interna sin una justa derivación de ingresos hacia el fisco.
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Se vive una exigüidad recaudadora apuntalada con préstamos no dirigidos a soluciones permanentes sino a erogaciones que no pasan por filtros de calidad para que, por racionalidad, lo poco rinda mucho. Apenas una esperanza: revocada la prioridad reeleccionista, emergería una voluntad reformadora.