Por Francisco Franco
(I)
La evolución de la vida en sociedad, y el firme propósito de que esa convivencia fuese pacífica y armoniosa condujo a una solución: confiar el uso autorizado de la fuerza a unas únicas manos – el ente impersonal que gobierna a nombre de todos – el Estado. Solo así pueden las autoridades cumplir el cometido de ser eje central de la colectividad: contando con los instrumentos represivos – conjuntamente con los regulatorios y económicos – para orientar la conducta de las personas, siempre al abrigo del ordenamiento jurídico. El ius puniendi, en castellano, la potestad punitiva del Estado, es el monopolio del poder y aplicación del derecho que los ciudadanos hemos delegado en la administración.
Dos son las manifestaciones del ius puniendi: la que se irradia en lo penal – sanción de crímenes, delitos y contravenciones -, y las sanciones administrativas. Ontológicamente, la potestad sancionadora constituye una técnica de soporte a la realización efectiva de los objetivos o fines que sustantivamente correspondan, y no constituye un espacio o campo de actuación material en sí mismo, por lo que se manifiesta en la actividad administrativa con distinta intensidad y protagonismo.
Nuestra lex supremis, que en función del principio de supremacía constitucional se proyecta en toda actividad pública y privada, ha venido troquelando el ejercicio de esta actividad, moldeándola no solo al tenor del art. 40.17 sustantivo que proscribe la imposición de sanciones administrativas que impliquen privación de libertad, o del art. 69.10, que constitucionaliza el debido proceso administrativo, sino de manera transversal, como cuerpo normativo y sistemático. Por ello, muchas veces ha correspondido a nuestro Tribunal Constitucional puntualizar no pocos elementos referentes a su ejercicio.
Aunque escindidos en su fin, la más autorizada doctrina es coincidente en que las dos vertientes del ius puniendi del Estado – penal y administrativa – comparten principios programáticos, de lo cual ha hecho acopio tanto nuestra ley fundamental como la Ley núm. 107-13, marco común del ejercicio de esta potestad. Y si bien aplican – de forma general – estos principios universales, el carácter instrumental de la potestad sancionadora con relación a la competencia de cada ente y órgano conduce a una sectorialización, y por consiguiente dispersión de normas y criterios en cuanto al ejercicio de la misma.
Vista esta innegable diseminación, y justamente a los fines de efectuar un análisis sistemático de los distintos regímenes, en entregas posteriores pondremos la mirada sobre algunos de los sistemas sancionatorios vigentes en la República Dominicana. Y es que la gran mayoría de estos son preconstitucionales y anteriores a la ley núm. 107-13. Esto ha llevado a que muchas veces las administraciones ejerzan esta potestad de espaldas a estos textos, entendiendo quizás que en el cosmos de nuestro derecho las normativas sectoriales son cuerpos celestes independientes, ajenos y desconectados de nuestra norma suprema y de la ley contentiva de los principios y marco sancionatorio general.
Como principios universales de la potestad sancionadora deben primeramente – aunque no exclusivamente – incluirse los consignados en el art. 69 sustantivo: (i) el derecho a una tutela administrativa efectiva, (ii) a ser oídos por una administración competente (incluso independiente e imparcial), (iii) el principio de presunción de inocencia, (iv) el derecho al contradictorio, (v) el non bis in idem, (vi) la no obligación de declarar contra sí mismo, (vi) la no retroactividad, legalidad y tipicidad, (vii) el principio de legalidad de la prueba, y (viii) el derecho al recurso.
En su condición de intérprete constitucional, el legislador desarrolló y concretizó estos principios en la ya tantas veces mencionada Ley 107-13, específicamente en sus arts. 35 y siguientes, iniciando con los determinantes principios de reserva de ley y tipicidad: tanto la potestad como las infracciones requieren una intervención legal, continuando con el principio de responsabilidad personal del infractor, fijando los plazos de prescripción – en caso de normativa sectorial – y finalmente, plasmando de manera taxativa un catálogo de directrices generales del procedimiento: (i) la separación entre función instructora y sancionadora, (ii) obligatoriedad de notificación de pliego de inicio de procedimiento, (iii) derecho de defensa y alegaciones, (iv) posibilidad de adopción de medidas provisionales, y (v) presunción de inocencia.
Pero el paralelograma de los principios del ejercicio del ius puniendi administrativo no se cierra allí. También deben agregarse el amplísimo catálogo de directrices consignados en la mismísima Ley 107-13, y más aún, deben incluirse las prerrogativas inherentes a la buena administración, derecho fundamental que, como es sabido, tiene como fin contener las actuaciones públicas dentro de los compartimientos de la objetividad, imparcialidad, justicia y equidad, en un plazo pertinente y razonable.