Precipuamente, tímido e indisturbado

Precipuamente, tímido e indisturbado

JUAN D. COTES MORALES
Recientemente, el presidente Leonel Fernández dijo ser tímido o de naturaleza tímida y, en la ocasión, agregó que eso le creaba dificultades. Creo en las palabras del presidente a pesar de que es el epígono del patriota ilustre, profesor Juan Bosch. Creo, igualmente, que la timidez del presidente Fernández le ha servido para apartarse de los peligros familiares, sociales y políticos a los que el hombre se expone en la lucha por la vida.

Precisamente, esa lucha, su lucha, ha sido única, él no tiene que decirlo. Quien mejor habló de ella fue don Juan. Y esa timidez es la que lo hace indisturbado para la concinidad, haciendo uso de una ataraxia que lo ha conducido paso a paso a la plena madurez como hombre y al culmen de su carrera política.

El presidente Fernández sabe que el mundo está en trance y para ejercer sus funciones constitucionales está poniendo a prueba su hybris y sílex humano, lejos, muy lejos de que se le pueda confundir con un tilingo, poquito, pusilánime y resoluto, apocado, timorato, corto, encogido, aturdido, premioso, retraído, remiso, miserable, indeciso, memo, mandria, menda lerenda, cancano, etcétera.

Esa timidez del presidente Fernández lo aleja del rifirrafe propio de sociedades como la nuestra con una filosofía popular burda y sansirolé con organizaciones políticas sin continencias.

La relación Bosch-Leonel la interpreto de esta manera: Alain René Lesage, escritor francés, inspirado en las obras del español Vicente Espinel, compuso su famosa obra Historia de Gil Blas de Santillana, de las más perfectas del género costumbrista y picaresco de donde extraemos esta bellísima página, según versión de su traductor al castellano, el Padre Isla, publicada en 1877: «El santo arzobispo de Granada, al que su reputación de orador preocupaba tanto como la salud de sus fieles, comprometió a Gil Blas para que sin rodeos, y tan pronto como notase en sus homilías algunos signos de decadencia, se lo advirtiese. La promesa fue hecha… y cumplida.» Después Lesage nos dice cuál fue la recompensa: «Hijo mío, respondió el buen arzobispo a su demasiado ingenuo amigo, sois todavía muy joven para distinguir lo verdadero de lo falso. Sabed que jamás he compuesto mejor homilía que la que ha tenido la desgracia de no ser de vuestra aprobación. Mi espíritu, gracias al cielo no ha perdido todavía nada de su vigor. Más adelante escogeré mejor mis confidentes. Andad, prosiguió empujando a Gil Blas por la espalda fuera de la habitación, id a decir a mi tesorero que os cuente cien ducados. Y que el cielo os guíe con esta suma. Adiós, señor Gil Blas, os aseguro toda clase de prosperidades con un poco más de gusto».

Según refiere Thomas, esta lección merece ser meditada, pues ¿todos los hombres no se parecen un poco al arzobispo de Granada? Y agrego yo, ¿y a Juan Bosch?

Cuando hablo en estos términos pienso en M. Renouvier, quien sostiene que «el arte nos hace simpatizar con la vida humana entera, que generaliza nuestros sentimientos y pasiones y nos coloca en estado de una persona hermana de todas las demás a quien nada de lo humano es extraño».

Según Fernando Savater lo máximo que podemos obtener, sea de lo que sea, es alegría. Y «la ética consiste en apostar a favor de que la vida vale la pena, ya que hasta las penas de la vida valen la pena. Y valen la pena porque es a través de ellas como podemos alcanzar los placeres de la vida siempre contiguos -es el destino- a los dolores… Sólo los gobernantes que no llegan al poder por medio de elecciones generales (como los dictadores, los líderes religiosos o los reyes) basan su prestigio en que se les tenga por diferentes al común de los hombres. En cambio, quienes desean sus cargos por vía electoral procuran presentarse al público como gente corriente, muy humanos, con las mismas aficiones, problemas, y hasta pequeños vicios que la mayoría cuyo refrendo necesitan para gobernar».

Evidentemente, el doctor Fernández nació con su manderecha y la timidez que él mismo nos confiesa tiene el gálibo de su propio ajilimójili que me permite definir esta época como una rosa de piedra o como la edad de maíz.

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