Precisiones sobre la corrupción

Precisiones sobre la corrupción

El editorial de Hoy del pasado 26 de marzo, 2004, intitulado Moral y ética, deja entrever que estamos ante una sociedad dominicana que acepta la corrupción como si fuese algo normal, especialmente en la esfera política.

Esta opinión editorial viene a seguidas de una valiosa investigación, publicada por Participación Ciudadana, en la que se demuestra, con datos fehacientes, como impera y opera la impunidad en nuestro país ante los crímenes de corrupción. La gran mayoría de los casos de corrupción que se han encaminado vía el Poder Judicial, por no decir todos, han caído en un limbo, con el resultado de que sólo uno de los 227 casos estudiados, en los últimos veinte años, ha concluido con una condena definitiva. Lo peor de todo, según el editorial comentado, es que «la sociedad se ha acostumbrado a todas estas ocurrencias, a que haya personajes que nadie se atreve a mandar a prisión y a que la lucha anticorrupción sea una simple invocación de campaña política y cuando no un arma de acoso selectivo para tratar de neutralizar adversarios».

Si bien la investigación mencionada resalta la debilidad institucional de nuestro sistema judicial, a través de los gobiernos desde 1983 (Jorge Blanco, Joaquín Balaguer, Leonel Fernández e Hipólito Mejía), también menciona que la mayoría de los casos nunca llega a los tribunales por la aplicación de la política de «borrón y cuenta nueva». Tanto los jueces como el ministerio público, éste último designado por el Poder Ejecutivo, han carecido de «probidad, valor y responsabilidad» para demostrar que todos somos iguales ante la ley -lo que indica la ausencia de un verdadero Estado de Derecho en la República Dominicana. Con razón, como dice el estudio, la lucha contra la corrupción parece «una causa perdida», uno de los tantos eslóganes del mercadeo político.

Aunque la corrupción no es reciente en nuestro país, la misma ha crecido en importancia, hasta tal punto que hoy somos mucho más pobres e infelices como consecuencia de las complicidades que se han dado entre los sectores públicos y privado para utilizar recursos ajenos para provecho personal. Por tal motivo, dudamos que los sonados casos de la quiebra de importantes entidades financieras, que nos han sumido en un estado de práctica indigencia nacional, serán debidamente tratados y aclarados, ya sea en el presente gobierno o en el próximo. Quiera Dios que las acusaciones y contraacusaciones que se hacen los partidos políticos entre sí saquen a relucir toda la falsedad y podredumbre que se esconden detrás de aquellos a quienes les confiamos la administración de nuestros recursos públicos y de nuestros ahorros.

Si bien es verdad que se necesitan leyes más severas que castiguen a los infractores de los actos de corrupción, como sería el de revertir el fardo de la prueba en el caso de los funcionarios públicos para demostrar el origen de sus haberes, antes y después de ocupar posiciones públicas, es improbable que los actuales partidos políticos, salpicados de complicidad en el encubrimiento de actos de corrupción, se aboquen seriamente a modificar las leyes para castigar severamente la comisión de acciones dolosas en el manejo del erario público. Además, es necesaria una fuerte voluntad política para castigar a los corruptos, de la que adolecen los actuales políticos.

¡Cuán difícil resulta actuar con moral y ética cuando a quienes les hemos brindado nuestra confianza nos defraudan! La moralización de nuestra sociedad debe comenzar en nuestros hogares, continuar en los centros de enseñanza y en nuestros lugares de trabajo. ¡Pero de que gran ayuda sería que nuestros líderes políticos y empresariales se condujeran con la dignidad que demanda un comportamiento honesto y apegado a las leyes! Creo que la minimización de la corrupción será posible cuando contemos con nuevas organizaciones políticas que, al mismo tiempo que combatan denodadamente a la corrupción, se lancen a una reforma integral de nuestro sistema educativo, en el que la formación de carácter del ciudadano para vivir en una democracia sea tan o más importante que la adquisición de los conocimientos.

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