Preguntas en torno a nuestra violencia envenenada

Preguntas en torno a nuestra violencia envenenada

Me pregunto, abrumado, ¿qué nos pasó? ¿Dónde están aquellos dominicanos que sólo hacían uso de las armas y la violencia extrema cuando se ofendía su honor o su Patria, aunque estuviesen equivocados?

Hoy los crímenes cotidianos no tienen nada que ver con honor o valores respetables.

Tienen que ver con drogas. Con degeneración. Con ajustes de cuentas delincuenciales, con la indetenible y obnubiladora violencia envenenada que acunan esos ritmos y expresiones que apelan a lo peor del humano, a su primitivismo que sobrevive semienterrado, aherrojado, pero palpitante en sus fuerzas prehistóricas o de cercana historia, cuando la crueldad y el ensañamiento contra quienes disentían se expresaban en cámaras de tortura y de exterminio.

¿Es que los nuevos criminales, drogados, no aceptan la vieja – e hipócrita moral, hay que reconocerlo – y pretenden sustituirla por otra regulación peor, que ni siquiera es nihilismo, porque tal corriente filosófica implica orden y  obediencia a un sistema?

 Estamos transitando un camino de negaciones, donde nada es válido y todo lo es.

 ¿Qué nos pasó?

¿Es que entendimos mal la libertad, la falta del terrible autoritarismo dictatorial?

 Me temo que sí.

 Libertad no es libertinaje ni descarada inconducta.

Se trata de un proceso creciente. Cuando, siendo Director Titular de la Orquesta Sinfónica Nacional, le llamé la atención a una pareja de instrumentistas que conversaban animadamente durante un ensayo, mientras yo trataba de corregir algunos errores, un violinista se levantó airado diciéndome: “¡Ya la dictadura se acabó con Trujillo! ¡Tenemos derecho a hablar!”. “Sí, pero no durante el trabajo” –repuse entre perplejo e indignado.

Para mí ese ha sido un valioso testimonio de la compleja comprensión de la libertad.

Estos jóvenes de hoy –salvo luminosas excepciones– me angustian, porque creo adivinar las causas de sus confusiones valoratorias. Se vive un mundo de apariencias y fantasías, en el cual ha de tenerse todo sin hacer nada. Donde la vida es una nebulosa (como siempre ha sido), pero que ahora está arropada de una percepción de absurdidad, de que nada tiene sentido y lo mejor es escapar de lo que “aparenta ser la realidad” y sumergirse en un submundo de antivalores, acorde con lo que se está sintiendo, viviendo y sufriendo. Porque no se trata de un mundo cómodo, sonriente y optimista.

Es un mundo de dolor. De dolor incomprensible, sin valores gratos ni esperanzas.

Aquí la droga tiene un espacio fuerte, ancho y hábil al escapismo.

Escapar, esa es la consigna.

El crimen sádico, el salirse fuera de toda norma, comprensible o no, es un medio enloquecido de “escapar” de “saltar a la torera”, romper con todo y salir de este embrollo que hemos hecho del vivir.

Huir, asociarse a una subcultura específica con su estilo de vestimenta, sus tatuajes, droga, alcohol o cualquier otra forma de evadir la realidad… ¿Esa es la consigna?

Guardo la esperanza de que no, de que como otras veces en la historia, los males morales que nos aquejan tengan el tránsito efímero de lo circunstancial.

De una moda dolorosa.

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