Premios literarios sin influencia editorial

Premios literarios sin influencia editorial

El premio de la Fundación Corripio no podía escapar a una práctica salomónica que siempre ha primado en la historia republicana de nuestro país. Solo hay que recordar que el positivismo hostosiano, que proponía una educación laica, fue instaurado en República Dominicana en 1882 bajo la presidencia de Arturo de Meriño, un sacerdote. En Santo Domingo, debido al retrasado desarrollo económico-social, el corazón siempre le ha ganado la batalla a la razón. Sin embargo, los premios que se han otorgado desde entonces, avalados por un jurado ès-qualité, rectores de universidades, Ministerio de Cultura y miembros de la Fundación Corripio, han funcionado regularmente y han suscitado las ronchas que sin excepción producen las decisiones de los jurados de cualquier naturaleza que sean.
La campaña proselitista a favor de doña María Ugarte, cuyo valor no se discute, no procedía. Las firmas no deben, en este tipo de concurso, influir en la decisión del jurado. Los que firmaron a favor de la reconocida crítica de arte tampoco deben ser descalificados, pero no era su función. El resultado del concurso no dio pie a la polémica y Andrés L. Mateo como Diógenes Céspedes y los demás nombres que circularon de boca en boca durante las primeras semanas de 2003, también se merecían el preciado galardón. Sin embargo, las firmas no deben, ante el resultado inesperado de los firmantes, modificar los criterios de selección de candidatos. Ese es un premio literario. No para científicos ni cientistas sociales. ¿A cada conato de polémica hay entonces que modificar las bases de los concursos?
Desgraciadamente, los premios literarios, mientras en República Dominicana no se desarrolle la empresa editorial, mientras exista la publicación por cuenta de autor, el criterio personal y político jugará un papel demasiado importante en ciertos momentos cuando haya que decidir, sin recurrir al ex aequo de 1990, entre dos escritores con igual valor literario. La Fundación Corripio está emparentada con la Editora Corripio. Lo tengo tan presente como que la Editora Corripio, al margen de los Clásicos Dominicanos, como todas las casas editoriales dominicanas se especializa en publicaciones por cuenta de autor. En ese sentido sería una calumnia decir que el Premio de la Fundación tiene cierta inclinación por los autores de la Editora Corripio. Solo en los países con una tradición editorial, los premios literarios acusan una gran influencia de las empresas del libro. En ese sentido vienen a cuento las memorias de Françoise Verny, Le plus beau métier du monde (París, Ed. Oliver-Orban, 1990, 459p.), editora francesa de notable influencia durante las últimas décadas del siglo XX.
Le plus beau métier du monde es una radiografía del funcionamiento de las editoras más importantes de París: Grasset y Gallimard. Del camino que sigue un manuscrito hasta convertirse en la mercancía libro, pasando por los comités de lectura, la diferencia entre la informalidad de Grasset y el rito de Gallimard en el comportamiento de sus integrantes ante los premios literarios, la consagración de un autor, de la obra y de la casa editorial.
El segundo lunes de noviembre, por ejemplo, se otorga el Premio Goncourt —el más codiciado de todos— cuya finalidad, aunque no se practique siempre, es dar a conocer una novela de calidad, accesible a todos, en particular a aquellos que nunca leen ese tipo de literatura. El tercer lunes del mismo mes se atribuye el Renaudot. El Fémina, el Médicis y el Interallié completan la gama de los premios más importantes concedidos a escritores de lengua francesa.
Françoise Verny, en Le plus beau métier du monde, sin hacer denuncia, explica los mecanismos y la estrategia que tienen que desarrollar las casas editoras para que un premio literario sea atribuido a un autor publicado por ellos. En 1989, cuenta, siete años después de haber renunciado de Grasset, le propuso al novelista Jean Vautrin un contrato de publicación en Flammarion, donde entonces ocupaba un alto cargo. Vautrin rechazó la oferta porque, sencillamente, estaba detrás del Goncourt y con Grasset tenía más oportunidad que con cualquier otro editor…
Verny relata cómo Grasset desata la cacería de premios literarios. Por ejemplos, el jurado del Premio Interallié, para periodistas que publican novelas, está compuesto por antiguos laureados. De modo que, si la mayoría de ese jurado ha sido publicado por Grasset, el triunfo está asegurado. Se procede de manera semejante cuando se tiene conocimiento de que determinado escritor ha sido o será nombrado jurado de tal o cual premio; los editores hacen todo lo posible por atraerlo, por convertirlo en escritor de la “casa”. Se le hacen pequeños contratos, sin considerar la calidad de sus obras. Importa es su voto.
Otra instancia de las casas editoras que juega un papel importante en la atribución de los premios literarios es el comité de lectura, el que dice al editor si debe o no publicar determinada obra. De manera que cuando un jurado está compuesto por varios miembros de un comité de lectura de una de las grandes casas editoras se tiene más posibilidad que otros de obtener el premio. Y es lógico, pues ya conocen esas obras. “Los jurados», dice Verny, «no son comprados, ceden a la pereza […], manifiestan su adhesión a su editor y no tienen ninguna razón de rebelarse…” (p.128). Lo que implica que las obras premiadas tienen realmente el valor que los jurados ya les habían atribuido en el comité de lectura. No se fatigan leyendo las que provienen de editoriales desconocidas. Sin embargo, no siempre la casa editora es la que influye en un determinado jurado. Hay también los que conocen el camino del premio y se encargan de señalárselo a los editores.
La estrategia desplegada por las editoriales es propia de la industria del libro: “Una política de premio literario», escribe Verny, «le cuesta dinero a una casa editora como Grasset, pero no supone un tráfico financiero” (p.129). Hay que defender su producto por todos los frentes, aunque por momentos haya sorpresas, como resulta cuando el premio Goncourt es atribuido a un autor desconocido. Esa sorpresa no motiva, sin embargo, un cambio en las bases que rigen los prestigiosos concursos literarios en Francia. Las grandes casas editoras no lo exigirían nunca. El prestigio social y político podría imponerse, pero dentro de los límites del criterio literario.

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