Sí, de eso se trata. Sin un plan de gobierno exquisitamente elaborado, el recién reelegido Presidente de la República aprovecha la oportunidad del reinicio de otro mandato para apuntalar su dominio dentro de su partido a través del premio que le hace a algunos y en el castigo que le inflige a otros.
No es una recomposición de funcionarios para ejecutar un proyecto de país sustancialmente transformador sino para la continuidad de un gobierno y de un estilo de gobernar que cada día se parece más a una monarquía que a una república, con un cuerpo de funcionarios de una colectividad política que cada vez más se parece a un grupo de cortesanos que a un partido político.
Muchos dicen que el Partido de Liberación Dominicana (PLD) ha devenido una negación de lo que fue una vez en los mejores tiempos de su fundador. Esto lo dicen porque, de ser pensado como un partido de cambios y de clara diferenciación de los intereses de los tutumpotes, ha devenido un partido de nuevos tutumpotes que se han fusionado con ese grupo social, genialmente caracterizado por el fundador de ese partido.
Llama la atención que la máxima dirección del PLD haya dejado en una sola persona las decisiones fundamentales sobre la composición del equipo para dirigir un mandato obtenido bajo la sigla de esa organización, además de las decisiones sobre una cosa tan importante como la reforma constitucional.
Esa instancia partidaria se auto margina de las responsabilidades propias, ha dejado que el buró político sea subsumido por el gobierno y por las urgencias de su principal incumbente, y por eso ahora lo que se supone sea una recomposición de un nuevo gobierno pensado de acuerdo a la lógica de un Plan, se convierte en un momento de repartición de premios y en el lamento y angustias de algunos que sienten que injustamente se les ha infligido un castigo.
Como los monarcas, el presidente nombra sin consultar a quienes considera sus súbditos, algunos lo aceptan degradándose como persona y fortaleciendo la cultura del atraso y contribuyendo a acentuar la debilidad de las instituciones políticas del país.
En el momento en que en muchos países la democracia se moderniza con nuevas, más democráticas y transparentes formas del ejercicio del poder, en nuestro país se le rinde culto al silencio intrigante (y de intrigas) que son las regla y costumbre propias del poder absoluto del monarca en tiempos felizmente superados en otras sociedades.
Aquí prima la continuidad de viejas prácticas y se gobierna sin plan, a través de premios y castigos a funcionarios en ejercicio o eventuales, por la ausencia de un marco institucional que rija la conformación de los integrantes de los poderes del Estado.
Por esa razón un gobierno fallido sucede a otro, en una peligrosa espiral que, como todas las cosas, todos sabemos que tendrá su fin sin que nadie sepa cuándo ni cómo este llegará.