Descritos como expresión de la agresividad que con frecuencia manifiestan adultos fuera de ellas, algunas escuelas y sus alrededores han sido estremecidos por hechos sangrientos que obligan a plantearse la aplicación de medidas disciplinarias y de manejo de conductas como respuesta a unos brotes de violencia que no deben repetirse. Debe librarse a la comunidad educativa del sector público de acciones que pongan en riesgo la integridad física de maestros y alumnos fortaleciendo el principio de autoridad a ser aplicado por quienes dirigen centros destinados a enseñar y aprender y en los que deben primar el orden y el sosiego sin los cuales los fines de la enseñanza pasan a estar lejos de cumplirse en un país afectado por retrasos e imperfecciones en la impartición de clases.
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Asuma responsabilidad el magisterio presente en cada plantel imponiendo límites al comportamiento de alumnos puestos a su cargo asistidos en determinadas circunstancias por agentes de seguridad escolar sin recursos letales, entrenados para lograr obediencia sin daño físico alguno. El ingreso a locales escolares no puede seguir siendo permitido a personas ajenas a la labor educativa y a la relación familiar con estudiantes. A los entornos amenazados con alteraciones debería acudir un personal de reacción rápida y apropiados métodos disuasivos. A las escuelas hay que protegerlas contra la violencia interna y externa sin transigir con inconductas. Dando el frente a quienes incurran en ella.