Presencia no es conciencia

Presencia no es conciencia

Hace unos días, en un animado intercambio de ideas con mujeres que quiero y admiro, me percaté de que en la conversación pública caemos con frecuencia en la trampa de confundir la presencia con la conciencia.

Que una mujer ocupe un cargo de poder no significa necesariamente que actúe desde las premisas del feminismo ni que se adhiera a una agenda progresista. Son dos asuntos distintos, aunque el discurso contemporáneo insista en unirlos.

Cuando hablo de las premisas del feminismo, me refiero a los principios que lo sostienen, como la búsqueda de igualdad sustantiva, la libertad de decidir sobre la propia vida, la solidaridad entre mujeres y la transformación de las estructuras que perpetúan la desigualdad.

Las luchas feministas abrieron las puertas que antes permanecían cerradas; pero que una mujer las cruce no garantiza que reconozca el camino que la llevó hasta allí. 

No todas las que llegan al poder asumen esa genealogía como propia, ni tienen la formación política o simbólica para hacerlo. Exigirlo de manera automática, además de injusto, es contraproducente, ya que añade una nueva forma de exclusión, esta vez entre mujeres.

El feminismo no es una identidad biológica ni un instinto que se active por haber nacido mujer; es una conciencia crítica construida a través del pensamiento, la experiencia colectiva y la historia. Requiere educación, reflexión y diálogo. Sin ese proceso, la incorporación de las mujeres a los espacios de poder termina reproduciendo las mismas lógicas patriarcales que pretendía reconfigurar.

A menudo se nos escapa que el progreso político no emana únicamente de los sujetos oprimidos, sino de los proyectos de emancipación que logran trascender su identidad particular. 

La historia reciente lo confirma. Las clases trabajadoras, otrora motor de las cambios sociales, se han convertido en base electoral del conservadurismo en varios países del norte global. La identidad no basta. El dolor no convierte a nadie en revolucionario.

Nos enfrentamos, pues a un doble desafío. Por un lado, dejar de medir a las mujeres en el poder con la vara del idealismo militante; por otro, trabajar en la pedagogía que permita que más mujeres comprendan la dimensión estructural de las luchas que hicieron posible su presencia. 

De lo contrario, seguiremos atrapadas en celebrar la llegada de una mujer y, acto seguido, descalificarla porque no responde a nuestras expectativas ideológicas.

No se trata de absolver comportamientos contrarios a la igualdad, sino de entender que el poder, por sí mismo, no transforma la conciencia. Lo que transforma es el pensamiento que interroga ese poder, lo desmantela y lo vuelve a fundar desde la ética y la empatía.

No podemos esperar que toda mujer poderosa practique la sororidad, pero sí podemos crear las condiciones para que lo haga, a través de la cultura política, el acompañamiento institucional y la responsabilidad mediática. 

Se trata de trabajar para que el feminismo siga siendo ese espacio donde las mujeres, y también los hombres, aprendan a ejercer el poder de otro modo. Sin jerarquías opresoras, sin discursos divisionistas y sin exigir pureza ideológica. 

Lo que realmente se necesita es proceso, educación y construcción colectiva. 

Conciencia.

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