Primera noche

Primera noche

A las diez de la noche un cadete de primer año plantó el pelotón justo a la puerta de la barbería. Mientras esperábamos, al conteo de tres dábamos saltos en la posición de acuclillamiento.
El barbero, un sargento mayor con las manos duras y gruesas, pasaba a corte de ras la rasuradora sobre las cabezas de los conscriptos.
Luego terminaba saturando todo el ámbito con un rociado de Agua Florida.
Con un caminar de zombis llegamos al dormitorio.
“¡Al conteo de cinco todos a sus camas!”, dijo el cadete.
Un completo desorden y confusión nos sorprendió en medio de la oscuridad.
De un solo salto caí en la segunda planta de mi cama.
¿Dormir?
Era imposible.
Aunque las aspas de los gigantes ventiladores no paraban de girar, era imposible deshacerse del vapor que emitían los tantos cuerpos agrupados.
Yo tenía hambre, sed y mucho cansancio.
Sin embargo, lo peor era el ardor en el cuerpo.
Por las horas de pie en el día y las tantas cuclillas me dolían las piernas como si me hubieran quebrado todos los huesos.
Buscaba el sueño cerrando los ojos.
Y sin parar los pensamientos iban y venían.
Después de unas horas, cuando el cuerpo empezaba a experimentar su letargo, una voz estruendosa atravesó los oídos: “¡En pie!”
Cuando encendieron las luces vi que era un cadete de cuarto año.
En el uniforme leí su nombre. “Santiago Pérez”, decía. Y aunque era delgado y corto en tamaño, tenía un aura de respetabilidad.
El reloj en la verdosa pared marcaba las cinco de la madrugada.
Agitados por un temor punzante los reclutas formamos el pelotón en el patio.
“¡Media vuelta!” ordenó el cadete.
Todavía soñolientos y en plena oscuridad, a paso doble tomamos el rumbo hacia la explanada.

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