Posiblemente, ni griegos ni romanos tuvieron problemas de identidad. No en vano fueron vencedores y perdedores de innúmeras batallas y guerras, que fortalecieron su “sentido del nosotros”, y desarrollaron, forzosamente, fuertes rasgos de carácter nacional, y sentido de pertenencia y orgullo territorial y cultural. Pudieron así, sentirse superiores a cualquier pueblo extraño, a algunos de los cuales denominaron bárbaros, es decir: extranjeros ignorantes y salvajes.
Se atribuyeron roles de dominación y se auto proclamaron dueños del mundo conocido, con derecho a someter y civilizar a los demás pueblos.
Sin embargo, griegos y romanos, fundadores de nuestra civilización occidental, y cuya influencia abarca hoy todo el planeta; no tuvieron, sin embargo, ningún sentido de trascendencia más allá de su realidad material y política inmediata. Al extremo de concebir la inmortalidad como un asunto de poder militar, honor y autoendiosamiento; y hasta de un supuesto “Tribunal de la Historia”, concebido como una especie de entidad espiritual con existencia propia.
Debido a su pobre herencia espiritual, que no pasaba de una serie de leyendas parecidas a esas series de cine y televisión de superhéroes y súper bandidos, capaces, por demás, de las peores aberraciones; para escapar de ese desastre espiritual, moral y cultural heredado, tuvieron el magnífico tino de desarrollar la filosofía y la lógica. De donde partieron para, libres de toda teología o mitología previas acerca del mundo y su destino, poder estudiar, sin prejuicios ni preconcepciones, la realidad física, social e individual. Solo que de ahí no pudieron pasar, quedando atrapados para siempre en lo que Pablo de Tarso llamó el Espíritu de Grecia. Una especie de mentalidad “científica a secas”, sin compromiso con la realidad social, excepto con un cierto bien común que no pasa de la voluntad de elites dominantes.
Dicho Espíritu de Grecia es un circuito cerrado de palabrerías y logismos sin propósito. De hecho, los griegos nos aportaron la filosofía, base de toda ciencia y saber racional; pero carecían de revelación, profecía, proyecto y sabiduría espiritual.
El individuo de esas culturas no tenía compromiso ético consigo ni con sus semejantes. Tampoco era parte de proyecto espiritual o moral alguno. Lo más que lograban proponerse aquellos individuos respecto de sí mismos, como plan de vida, era el punto de partido y de llegada: conócete a ti mismo. Lema que heredamos como sumun de su sabiduría. Traducido actualmente a la búsqueda de nuestros orígenes étnicos e históricos y estudios de raza, cultura, tradiciones. Que al igual que en el caso de griegos y romanos, no trasciende lo material y social inmediatos.
Contrariamente, la tradición judaica, lejos procurar la identidad individual mediante el “conocerse” a sí mismo socrático, propone “encontrarse” a sí mismo. Esto es, verse en el contexto de un proyecto trascendente, común a toda la humanidad y al universo: El Proyecto de Yahvé. Encajar o no encajar en el mismo es la verdadera cuestión: la única salida al dilema shakesperiano: “ser o no ser”. Siendo ocioso tratar de conocerse a sí mismo cuando se carece de identidad y de destino.