Principio y fin

Principio y fin

SERGIO SARITA VALDEZ
La materia cósmica que es la expresión organizada de la energía universal, mantiene desde las partículas subatómicas hasta los niveles macromoleculares un constante movimiento interno localizable en el espacio y capaz de ser medido en la escala del tiempo. Este obligado desplazamiento provoca reacciones y alteraciones que de una manera u otra engendran modificaciones cuantitativas que a su vez transforman cualitativamente la estructura y la función orgánica.

Ya entrando en el mundo animal observamos un maravilloso engranaje social interactuando con el ambiente vecino, provocando fenómenos de adaptación y mutación que contribuyen a la diversidad de las especies. Además, se crea una mutua dependencia, necesaria para la supervivencia de las diferentes partes integrantes del conjunto. Al llegar a la especie humana nos damos cuenta de que el llamado hombre solitario es un mito peligroso, debido a la simple y dichosa verdad de que no es posible la existencia por un período largo bajo condiciones de aislamiento total. Hombres y mujeres estamos forzados a convivir, integrando una unidad cuya ruptura implica la desaparición de unos y otros.

La concepción dinámica de la vida, en donde nos veamos inmersos en un proceso en continua transformación, partiendo del instante de la concepción y concluyendo con la muerte, nos permite imaginarnos a cada segundo, minuto, hora y día como alguien diferente, que va acumulando más experiencia, a la vez que alcanza mayor desarrollo y madurez. Ello nos permite, de una manera consciente y disciplinada, programar las ejecutorias individuales y colectivas acordes con la edad, lugar y circunstancias.

Seríamos animales racionales que voluntariamente ejercemos nuestros derechos y cumplimos los deberes de modo simultáneo, si recordáramos como un rezo aquellas estrofas que popularizó el intérprete de la salsa puertorriqueña, Héctor Lavoe, las cuales comenzaban así: «Todo tiene su final/ nada dura para siempre/ tenemos que comprender/ que no existe eternidad». Poca gente comprende que nuestro contrato vital apenas alcanza de siete a nueve décadas, negamos el envejecimiento y mentalmente rechazamos la sanción bíblica que ordena: «Del polvo viniste y en polvo habrás de convertirte».

Esa actitud irreconciliable y opuesta al devenir histórico da lugar a incongruencias y dislates que desembocan en comportamientos incompatibles con una integración social constructiva y solidaria. Nadie acepta la muerte como algo natural para sí mismo; sin embargo, está de acuerdo con que ese desenlace sí ha de llegar a los otros. Solamente cuando se ve ante la inminencia de un final cercano comprende el homo sapiens lo inevitable del cese permanente de las funciones del cerebro y de los otros órganos nobles.

Algo similar a lo que sucede en el mundo biológico se da por igual en el seno de la sociedad. El individuo nace, crece, puede o no multiplicarse, pero indefectiblemente está obligado, no es que muere antes, a transitar el camino de la ancianidad, antes de su arribo al destino final que es la tumba. Hay personas que piensan y hasta creen que nunca se van a morir. Es más, hay mortales que una vez colocados coyunturalmente en una posición del andamiaje social o político suponen que son inamovibles e irreemplazables por lo que se resisten a abandonar un cargo que consideran propiedad eterna.

Los hombres antihistóricos no saben recogerse cuando sus ideas añejadas han caducado y perdido vigencia. Insisten en negar las épocas y tratan de petrificar el ayer y hacerlo lucir como un hoy sin futuro. Son los que continúan sintiéndose gobernantes aunque el pueblo les reitere que su turno ya pasó. Se niegan a aceptar la inevitabilidad del relevo generacional, ni mucho menos la del desgaste de los modelos.

El conglomerado viviente se mueve hacia delante y no tiene retroceso, nada vuelve a ser lo que era, ni volverá a ser lo que es. Amarga verdad, dura, pero real y cierta. Hay grupos que no entienden ni entenderán jamás que su carnaval pasó. Principio y fin, ley divina.

Mientras tanto, concluyamos con aquella conocida frase del legendario Rodriguito, locutor de la antigua La Voz Dominicana, quien en su muy escuchado programa titulado «El suceso de hoy» daba cierre a su jornada diciendo: «Y la vida no se detiene; prosigue su agitado curso.»

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