Privatización por ineficiencia

Privatización por ineficiencia

RAFAEL TORIBIO
Cuando se optó por la privatización, vía la capitalización de las empresas del sector eléctrico administradas por el Estado, se estaba en presencia de una privatización como decisión de Estado. Cuando las personas, de forma particular o agrupadas, tienen que procurarse un servicio público que no reciben del Estado, o cuando un grupo de particulares asume prestar un servicio que es responsabilidad del Estado, porque no lo hace, o lo hace mal, estamos frente a una privatización por dejadez, desamparo o por ineficiencia.

La privatización por una decisión de Estado, aunque no produzca los resultados esperados, responde a una decisión deliberada. La que se realiza desde la sociedad, no desde el Estado, forzada por la precaria calidad del servicio que se recibe, representa, en realidad, una privatización individual de servicios públicos, que es la peor de las privatizaciones.

No es una privatización basada, como en algunos país, en el neoliberalismo que preconiza el achicamiento del sector estatal y el paso de muchas de sus responsabilidades al sector privado o al mercado es, simplemente, porque el Estado es incapaz de proporcionar servicios públicos de manera oportuna y de calidad.

Forzados por la irresponsabilidad o la ineficiencia del Estado, la ciudadanía tiene que asumir lo que no se le suministra de forma adecuada, o soportar que sean particulares que lo hagan, que buscan su propio beneficio, o que lo hacen con igual o mayor ineficiencia que el Estado, además sin la regulación y supervisión debida de éste. Así las cosas, se produce entonces esta privatización individual de servicios públicos en la que quién puede, porque tiene recursos económicos para hacerlo, y que siempre son los menos, resuelve su problema y deja de preocuparse por un problema que él resolvió de manera particular pero que sigue afectando a la mayoría de la población. La solidaridad social, que forzaría a que el problema se resuelva para toda la sociedad, desaparece en la medida de que quien puede resolver su problema la hace, y quien no lo padece.

La planta eléctrica o el inversor en el hogar o en el negocio, la cisterna o el tinaco, el sereno o el «guachimán», la proliferación de colegios y universidades privadas, el concho y el motoconcho, la búsqueda o compra de «agua potable», la basura depositada en cualquier esquina o solar yermo, la solución «amigable» de una disputa sin recurrir a la justicia o a la policía, la utilización de los «buscones», son sólo algunas de las formas en que se materializa esta privatización individual de los servicios públicos en nuestro país que, además de innumerables inconvenientes, tiene un enorme costo social y económico. Al carecer de un servicio público ofrecido de manera eficiente y eficaz, la ciudadanía tiene que proporcionárselo, en la mayoría de las veces también de manera ineficaz e ineficiente. En la privatización individual de los servicios públicos perdemos todos, aún quienes tienen la capacidad económica de proporcionárselos.

Muchas son las evidencias de esta forma espuria y forzada de privatización, pero quizás la más lacerante de todas ocurre en el sector educativo porque compromete el presente y, sobre todo, el futuro de cada persona en particular y del propio país. El Estado Dominicano, concretizado en cada uno de los gobiernos, ha sido tremendamente irresponsable con relación a la educación. La escasa inversión y una preocupación que se manifiesta preferentemente en el discurso, ha sido la norma. Mientras tanto se fueron conformando dos sistemas educativos, uno administrado por el sector privado, con un apreciable nivel de calidad en algunos centros, a los que asisten los que pueden pagar el costo de la matrícula, y el otro, de una calidad altamente cuestionada, administrado por el sector público al que tiene que asistir quien carece de recursos económicos para acudir a un centro privado.

La irresponsabilidad y la dejadez del Estado han permitido la existencia de un subsistema educativo, de cierta calidad, para quien pueda pagar, y otro, de peor calidad, administrado directamente por el Estado, para los pobres, que son la mayoría de la población. Aquí, como en otros sectores, la incursión y la participación del sector privado no ha sido por una decisión de Estado, sino por la ineficiencia y la irresponsabilidad.

Pero esta privatización por irresponsabilidad, de acción u omisión, ha llegado hasta la política, que se manifiesta por una especie de «secuestro». En cierta manera, el propio Estado ha sido «privatizado». ¿No es privatización que gran parte, cuando no la mayoría, de los miembros de Juntas y Consejos de Administración de organismos públicos estén en manos de representantes de grupos de intereses privados; que los llamados «poderes fácticos» internos mediaticen las decisiones del Estado hasta el punto que sólo se puede decidir y ejecutar a lo que ellos no se oponen; que la administración pública esté en manos del partido que ganó las elecciones, que se mantenga el grado a grado para la adjudicación de las obras del Estado y la compra de bienes y servicios?

Se ha dado también una manera de privatización en la política y en los partidos políticos. ¿No es una forma de privatización que se quiera descalificar a quien demanda participación en los asuntos de interés público y un uso del poder conforme a la legalidad y legitimidad democrática, aduciendo que se carece de la representatividad debida por no pertenecer a un partido político ni haber sido electo en unas elecciones nacionales? ¿No es también una privatización de una organización esencialmente pública la escasa democracia interna en los partidos políticos que perpetúa una casta dirigencial que utiliza el poder para beneficio particular o de sus seguidores?

Cuando la privatización no es por una decisión de Estado, estamos en presencia de la peor de todas las privatizaciones porque es por ineficiencia, irresponsabilidad o un interés particular.

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