Privilegios sin títulos; celuleros y escuderos

Privilegios sin títulos; celuleros y escuderos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Tenemos la ilusión de que vivimos en un régimen democrático, dentro de un Estado de derecho, en una sociedad moderna.  Cuando en los noticiarios de TV se mencionan los emiratos árabes nos trasladamos mentalmente a Las mil y una noches, a los antiguos sultanes, señores de horca y cuchillo que disponían a su antojo de  las vidas y bienes de sus súbditos.  Los emiratos nos parecen residuos arcaicos de otros tiempos.  Aun reconociendo las debilidades de nuestra administración económica, las fallas de nuestro sistema judicial, seguimos creyendo que somos una «sociedad avanzada» o, por lo menos, en camino de serlo.

Aquí no existe – se nos dice – una nobleza de sangre que disfrute de privilegios irritantes, como es característico en las viejas monarquías europeas.  Creemos que nuestra sociedad, a pesar de la visible imperfección de las instituciones publicas, es una sociedad igualitaria, con oportunidades de ascenso económico para todos los grupos sociales.  Los habitantes de la República Dominicana son negros, mulatos y blancos, que viven en paz, con fricciones mínimas, inevitables en cualquier conglomerado humano.  Este tipo de razonamientos infla de orgullo al hombre común; lo inclina a la autocomplacencia y, en ciertos casos, lo lleva a la ceguera total.

Era injusto que los españoles con títulos nobiliarios recibieran dinero del Estado para mantener «los gastos de los rangos» sociales.  El general Francisco Franco, una vez concluida la guerra civil y establecida la dictadura, suprimió esos «gastos de representación» de las dignidades civiles tradicionales.  Desapareció la famosa «lista civil».  Todos los ciudadanos que hubiesen heredado títulos de nobleza, nombramientos reales o pontificios, podrían usar los tratamientos propios de sus rangos en tarjetas personales, fiestas y ceremonias sociales, documentos públicos y privados; pero no recibirían del Estado ningún emolumento ni subsidio especial.   Esta disposición fue aplaudida por muchos monárquicos liberales.  Restaurada ya la monarquía española, el rey Juan Carlos tuvo el buen juicio y el acierto político de no crear una corte de parásitos de alta alcurnia.

¿Qué ocurre, en verdad, en esta sociedad de nuestras culpas?  Los políticos gozan de más privilegios, rentas, raciones, sinecuras, exoneraciones, que los marqueses de la época de Felipe IV.  El Estado dominicano paga las escoltas, los choferes, guardaespaldas y vigilantes, de los funcionarios civiles y militares.  Podría creerse que solamente sufraga estos gastos mientras «están en ejercicio».  No es así.  Al ser «declarados» en retiro, a los superministros y generales «les tocan» varios soldados – y hasta un oficial – para sus atenciones domesticas.  La mayor parte de ellos disfruta de un pensión, cuyo monto ha sido «fijado por el gobierno de turno».  Los beneficiarios no son condes, ni duques, ni marqueses.  Son los príncipes plebeyos de las proto – democracias contemporáneas.

Nuestros gobiernos han otorgado más pensiones que todos los luises de Francia juntos.  Siendo el nuestro un país pobre, está regido por un Estado rico, que distribuye, y a veces dispendia, la porción más gorda de la renta nacional.  De las casas donde viven muchisimos ex – funcionarios, civiles y militares, puede decirse que son «versallescas», suntuosas o despampanantes; y a menudo de un mal gusto atroz.

Las patrullas de la policía son insuficientes para contener la creciente delincuencia que padecemos. Es cierto que la población se ha multiplicado enormemente; y también es cierto que la Policía Nacional no dispone de grandes recursos económicos, técnicos, de equipamiento, que permitan a la institución acometer un trabajo tan vasto.  Pero es igualmente verdadero que una cantidad importante de los miembros de la policía «presta servicios» en las casas y fincas de ex – funcionarios pensionados.   Ellos tienen servidores domésticos a los cuales no hay que pagar sueldos.  Por eso las patrullas policiales destinadas a proteger a la sociedad, necesariamente, han de ser pocas.

A los aristócratas del siglo XVII los criados los llevaban en andas, sentados en hermosas literas.  He visto algunos funcionarios dominicanos, de épocas muy recientes, acompañados por ayudantes dedicados a la pesada tarea de cargar sus maletines y llevar sus teléfonos celulares.  Eran algo así como escuderos sacados del mundo que describe Cervantes.  Cuando don Quijote descansaba del combate contra los molinos de viento, Sancho Panza llevaba el escudo de su patrón atado a una cuerda; del mismo modo, cuando el político no habla ni promete, su «asistente» transporta el teléfono celular.  Estos «celuleros», cargabates, palafreneros especializados en «yipetas», son pagados por el Estado de los fondos generales de la nación, en provecho de un montón de parásitos sin títulos reales.  A los jerarcas de las Fuerzas Armadas debería avergonzarles que «efectivos de los cuerpos castrenses» sean usados por los políticos como naboríes taínos, para servicio domestico, para cometer pequeños desacatos a la ley y a las buenas costumbres, para acompañar ancianos, abrir puertas, cargar parihuelas y sostener lujosos teléfonos celulares.

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