Problemas de seguridad

Problemas de seguridad

PEDRO GIL ITURBIDES
El domingo anterior, mi cuñada Onelia acudió al aeropuerto internacional, al recibo de un sobrino que llegaba para una breve visita al país. Se estacionó en el área 6-B, un sector aparentemente protegido por la misma movilidad de las gentes. Calcula que duró tres cuartos de hora en el interior de la terminal.

Al salir, su vehículo no estaba en el lugar en que lo dejó, protegido con mecanismos de seguridad, entre ellos, un tranca palanca.

Ana Lucía Valenzuela Portes llegó al estacionamiento de un supermercado en su vehículo. Cuando salía, tras hacer unas compras, alcanzó a ver unos maleantes que manipulaban la cerradura del mismo. Desesperada llamó al guardián del negocio, quien intentó, inútilmente, proteger aquella propiedad. A sus amenazas le respondieron disparándole, mientras se llevaban el vehículo.

Unas horas antes, del estacionamiento de una plaza comercial, unos ladrones se llevaron el vehículo del conocido animador de televisión Luis Manuel Aguiló.

No continuaremos, porque la lista se haría interminable. Y no incluye, por supuesto la sustracción de teléfonos celulares desde una motocicleta en marcha. Ni el asesinato de un hombre en la noche del jueves 22 frente a la entrada del Jardín Botánico Nacional Doctor Francisco Moscoso Puello, para quitarle su motocicleta. En cambio, esta lista debía relacionar los lugares en que a David Dixon Porter, Rudolph Keim o Samuel Hazard le dijeron en el siglo XIX que no trabajaban para que los fulleros no les arrebaran el fruto de sus esfuerzos. Esta lista debíamos incluirla.

Cuando los seres humanos entienden que la sociedad no los protege, temen ser productivos. Entienden lo que fue una referencia constante, recogida en diversos poblados rurales, por estos tres estadounidenses que recorrieron el país en años distintos. Por el camino que nos lleva la sociedad de hoy, no está lejano el día en que renazca la negligencia extrema y la dejadez que caracterizaron a este pueblo en el pasado. Contra ella se promulgó, en 1931, la ley que creó las colonias agrícolas, y que popularmente fue conocida como la «ley de las diez tareas».

En la pubertad, mientras atendía un negocio de nuestro padre en la Benito González 74, debimos acoger individuos que presurosos, pedían permiso para simular ser compradores. Esta calle era antesala de la zona rosa de la José Trujillo Valdez, y cerca se encontraban el popular Trocadero y el bar-colmado Mi Cariño. Con frecuencia llegaban patrullas mixtas, muy temidas, sobre todo, cuando entre sus integrantes se encontraba un marino.

Las patrullas detenían a los hombres, y les pedían los tres golpes. Eran, la cédula de identidad personal, el carnet del servicio militar obligatorio y el carnet del Partido Dominicano. Pero hubo una pregunta que escuché con frecuencia: ¿trabaja, estudia o tiene algo propio? Y no fueron dos ni tres las veces en que contemplé cómo metían al interior de una Toña la Negra, a uno de aquellos individuos. La imaginación del muchacho lo hacía suponer que desaparecían en la negritud de las selvas.

Hacia el final de ese período de nuestra vida republicana estos hombres eran llevados a trabajar bajo condiciones de esclavitud en los arrozales de Nagua o en los campos del sisal de Azua y Enriquillo. Años antes eran llevados a diversos lugares del país en donde se les asignaba un predio agrícola, con un poco de ganado menor o mayor. Y aves de corral. Tengo amigos, como Ramón Hernández, en Antoncí, cuya mudanza territorial y de vida resultó de no haberle probado a una patrulla, en 1948, que era hombre de trabajo, estudio o industria.

El ímpetu que impulsó este reordenamiento se perdió hace años. Ni los rezagos ni los recuerdos permiten recomponer ese espíritu de trabajo, que se ha sustituido por el latrocinio que crece en escala alarmante. Sin ánimo profético auguro, sin embargo, que si este ambiente no se modifica con prontitud, renacerá un pasado absurdo e insensato. Y, para remediarlo, tendremos que volver a esas patrullas mixtas que pedían, inclementes, los tres golpes.

Y tengo seguridad que eran inclementes porque, en aquél negocio de mis recuerdos de joven en agraz, acogí hombres corpulentos, a los que ví temblar como tremula la caña ante el paso de los vientos. A ello llegaremos si no ponemos coto a esta ola de criminalidad.

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