El futuro es tan inescrutable para los neófitos como para los supuestos expertos en prever los cursos del destino, y los que ahora reinan en materia económica con predicciones de bonanzas y catástrofes guardan en cuanto a fallar similitudes con los sabios tribales y clarividentes de antaño que despanzurraban a cualquier animal para leer en sus tripas lo que habría de ocurrirles después a los conglomerados casi nunca con acierto.
A los portadores de malos augurios o mensajes de desgracia los colgaban de inmediato, sin esperar a que los hechos posteriores les dieran la razón o no. Además, se pensaba erróneamente que así como la fiebre a veces está en la sábana, matando al que hablaba con presagios malditos se impedía la real llegada de los infortunios.
Hoy se es profeta de lo bueno o lo malo sobre eventualidades financieras y oscilaciones de precios de acciones y materias primas sin los riesgos de ir a parar la horca, y no extraña que con ese confort de diagnosticar sin pagar consecuencias los pronosticadores se reproduzcan a mayor velocidad que la verdolaga en tierra fértil.
Antes de salir a dar una vuelta en bicicleta, las valoraciones del acero que había leído la semana anterior estaban vaticinadas a un alza sin parangón.
Me sentía orgulloso de que mi carcacha pudiera estar tan bien pagada en el mercado de metales. Un desplome casi inmediato de las cotizaciones, al regreso del paseo, llevó mi montura de dos ruedas a su justo nivel de hierro viejo.
Robármela hubiera sido una pérdida de tiempo para el ladrón si se impacientaba en comercializarla en vez de esperar a que los ufanos escudriñadores del porvenir económico decidieran ponerles más valor a los trastos insignificantes.
En materia de suelos e inmuebles ya ocurrió que un compadre adquirió un casón roído en base a la proyección de un corredor que daba por hecho que en ese lugar suburbano el metro cuadrado se dispararía a niveles de la Quinta Avenida de Nueva York.
Pero cinco años después todavía no aparecían las tiendas lujosas y emblemáticos rascacielos que acompañarían a la añeja edificación. Con errática lectura en su bolita de cristal, el optimista augur no alcanzó a ver el enorme vertedero a cielo abierto que surgiría al frente de la propiedad pagada como joya arquitectónica. Y allí sentó reales para siempre jamás.
A un ex-cuñado que se la daba de creativo emprendedor que nada haría fracasar en esta vida, se le ocurrió entregarse al cultivo de cítricos.
Trajo de esos mismos nuevayores a un cotizado consultor de inversiones que hacía brotar de su imaginación increíbles visiones de naranjas, limones y toronjas que a la vuelta de un lustro se equipararían en precios y compradores al oro mismo y al platino.
Cuando escuché tal anticipación mercadológica supuse que previamente a que las frutas fueran sobrevaloradas habría el descubrimiento de que en las concentraciones ácidas de las susodichos productos de la naturaleza estaría una milagrosa cura para el cáncer.
Lo que ocurrió después sobre extensas plantaciones en flor creadas por mi compueblano fue la llegada a sus lares de la peor enfermedad vegetal que haya atacado a ese tipo de cultivo en el mundo.
Harto de cebarse en cada acre sembrado de tales especies frutales en los Estados Unidos, el germen asesino de la agricultura se dio un viajecito a través del Atlántico para hacer fallar en más sitios -y poner en ridículo con pérdidas millonarias- a otra esfera vítrea de los genios de Wall Street.