Psiquiatras en bicicleta

Psiquiatras en bicicleta

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Lidia salió del trabajo a las seis y media.  Montó en la bicicleta y fue directamente a su casa. En la puerta encontró a Azuceno esperándola, recostado en una estrafalaria bicicleta roja, verde y amarilla, con parrilla negra y un farol de moto Harley-Davidson. – ¿Azuceno, qué haces aquí? ¿Y esa bicicleta tan rara?  – La preparó para mi Anacleto, el relojero que arregla las bicicletas. La hizo con pedazos de cuatro bicicletas. Necesitaba dos ruedas, pues tu andas con Ladislao en la tuya; no podía seguir a pie, ni comprar una nueva. – Entra, Azuceno. ¿Dime a qué has venido? – ¿Tu no sabes lo que ha ocurrido ayer, anteayer, el fin de semana?  No me digas que una  mujer  como  tu  no  está  al  tanto  de  lo  que  pasó  anteayer  en   la  cafetería. – Desembucha; rompe a contarme lo que sea; el mundo no se va a acabar.  Deja que me ponga unas pantuflas.  ¿Quieres un refresco? – No Lidia, gracias.  Azuceno se sentó en la mecedora, pero no se movió.  Cuando Lidia salió con las pantuflas puestas el camarero se levantó, abrió desmesuradamente los ojos y casi deletreó:

-Me han ido a interrogar por la desaparición de Ladislao. -¡Qué! ¿Ladislao desaparecido?  El no puede salir de La Habana sin un guía.  Tiene que estar en el hotel.  Vamos a llamarle. 

– Un momento, Lidia. No está en el hotel, ni en la Unidad Científica de Investigación Social.  Puede estar en la cafetería, hablando con el señor Medialibra, tal vez se le encuentre en el parque de La Fraternidad. – Entonces, Azuceno, si está en La Habana, no hay ningún problema.  Lo malo sería que marchara al interior sin dejar rastros a los demás.  En ese caso sí harían averiguaciones, por tratarse de un extranjero residente y adscrito a una oficina gubernamental.  – ¿Es verdad que Ladislao durmió aquí? – Bueno, puedo decirte todo lo que ocurrió si prometes cerrar el pico; eres un lengualarga, pero sobre este asunto personal, si hablas más de la cuenta perderás a una amiga y, además, tendrás serias dificultades con las autoridades.

– Ladislao y yo fuimos en bicicleta a visitar a un chofer que viaja regularmente de La Habana a Camagüey y de Camagüey a Santiago.  Ese chofer es muy bueno y conoce detalladamente la provincia de Oriente; pero es un atrevido y un presuntuoso.  Ladislao quedó molesto con él y de muy mal humor.  Le dio con beber vasitos de ron sentado en esa mecedora, uno tras otro.  Bebió algo más de la cuenta.  Le dije que no fuera al hotel a dejarse ver de los empleados de la recepción; ellos notarían, inmediatamente, que se había pasado de tragos. Le dije también que se diera un duchazo.  Había sudado mucho pedaleando en la bicicleta; la bebida le hizo subir el color a un hombre tan blanco.  Ladislao me leyó, de pie, un escrito de un historiador de la música; por primera vez desde que le conozco le oí echar piropos a las mujeres de Cuba y, entre ellos, dedicó uno para mí.  Me sentí halagada como mujer, no lo niego.

– Y ahora viene lo grande, Azuceno; Ladislao se metió en el baño y abrió la llave de la ducha.  Pasó algún tiempo y no salía al pasillo.  Me asomaba de vez en cuando al pasillo del baño por si necesitaba alguna toalla más o un jabón nuevo.  Yo oí un quejido y abrí la puerta.  Ladislao estaba en un rincón, con la ducha abierta, encogido y temblando de frío.  No podía hablar.  Me puse nerviosa, pues yo creí que se había puesto malo por el exceso de ron, que la bebida le había hecho daño al estómago.  Como podrás imaginar, verlo desnudo me causó un efecto tremendo.  Cogí una toalla grande y casi lo envolví en ella; con otra toalla pequeña le froté la espalda, el pecho, las nalgas; lo ayudé a caminar hasta mi cama y lo tapé con una frazada.  El hombre cerró los ojos como si se hubiera desmayado.  Terminé de secarle los cabellos; todavía tenía los labios morados.  Yo estaba asustada pero hice lo que tenía que hacer.  El caso es que sin saber como, de repente,  había un hombre encueros en mi cama.  ¡Y qué hombre, Dios mío!

– La frazada parece que calentó a Ladislao; a los quince minutos abrió los ojos y comenzó a respirar normalmente.  Entonces le sequé los dedos de los pies, que los tenía helados.  Ya  bastante tarde, bien entrada la noche, decidí meterme en la cama.  La situación era tan imprevista y loca que empezamos a reírnos los dos al mismo tiempo.  Nos abrazamos, me besó, perdí la bata.  No hice otra cosa que apretar mi cuerpo contra el del húngaro desnudo que la vida había llevado a mi casa.  Sentí mareos, flojera en el cuello… un desmadejamiento. Al recibir al húngaro sobre mi persona me pareció flotar.  Siempre me gustó Ladislao, Azuceno; ahora, no lo quiero perder.  Soy mujer, coqueta y bailadora, oye bien, pero nunca pensé que podría vivir algo tan extraño y tan inesperado.  Estoy revolcada e inquieta; con un contentamiento inexplicable.  Te lo he contado para desahogarme; todavía siento el peso del húngaro encima de mí.  Desde  esa noche no he vuelto a ver a Ladislao.  Ni siquiera lo he llamado por teléfono.  Desde luego, “lo espero con ansias”,  como si fuera el indio Siboney.  Y sé que sufriré cuando él quiera regresar a su país.  Dicen que la dicha viene de donde menos se la espera.  La dicha mía, ya lo sabes, vino a través del ron y de tu lengua suelta de chismoso.  Sin tu quererlo, sin darte cuenta, me metiste de lleno en la vida de Ladislao – cara cuadrada.  ¿Por qué me miras así, con esos ojos de cordero degollado?  – Es que te envidio,  Lidia, porque eres feliz, como lo predijo el babalao.  ? ¿Y cómo sabes tu eso? ? Oí al propio Ladislao referir al señor Medialibra lo de la consulta al babalao. Lo contó riendo, con incredulidad.  El no se dio cuenta de que yo lo escuchaba.

henriquezcaolo@hotmail.com

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