En detrimento de la institucionalidad, el desarrollo, crecimiento y buena condición de vida de un pueblo no hay nada que tenga un efecto tan negativo como la corrupción.
Esto limita la capacidad del Estado para cumplir con su misión de obrar en beneficio de los ciudadanos y satisfacer sus demandas.
Sin embargo, la realidad histórica nos indica que pocos gobiernos han sido capaces de ser convencidos en pleno de este mal como para evitar entrar en esta práctica odiosa.
Se cae siempre en la corrupción, apostándose a la impunidad, al olvido y la burla de los mecanismos coercitivos.
Hemos de recordar que hasta el 2009 la llamada Dirección Nacional de Persecución de la Corrupción Administrativa-DPCA-, en sus archivos tenía 254 denuncias de corrupción pública, de las cuales 125 fueron puestas de lado por supuestamente carecer de pruebas reales.
Hace tiempo venimos escuchando denuncias sobre cómo ministros de gobiernos, síndicos, militares y servidores públicos en general han dilapidado sumas enormes del erario.
Pero, de tanto dinero perdido, ¿cuántos hay presos hoy día?
Los reos en nuestras cárceles por robo son de otras categorías.
La justicia dominicana maneja este tema con unos guantes de buena seda y con una balanza muy caprichosa.
Estamos mirando que ya en muchos lugares del mundo los pueblos están tomando decisiones fuertes y contundentes contra este flagelo maldito.
Los ciudadanos están formando olas y movimientos grandes de protesta en procura de que no sólo se condene a los depredadores del Estado, sino que se pare esta práctica para que los recursos sean íntegramente invertidos en los renglones de prosperidad y cambio.
Si la justicia por cuenta propia es incapaz de hacer su trabajo con responsabilidad, entonces algún otro mecanismo deberemos encontrar los ciudadanos para detener este mal.