En alguna medida somos, como dijera alguien, un pueblo con alma de carnaval. “Nosotros sí que hemos sabido bebérnosla y bailárnosla, alegre e impunemente”. Obnubilados por el inmediato placer de un horizonte breve, hombres de corta mira, con mentalidad de autocomplacencia; de actitud alegre, cercanos a la conducta regresiva, infantil, edípica. Desde muy temprano, el ambiente tropical nos la puso fácil. Mangos y viandas estuvieron siempre al alcance de la mano, a distancia de un breve paseo por predios vecinos. Jamás conocimos la experiencia de guardar para el invierno o la sequía.
La “madre naturaleza”, improvisada deidad tropical, fue amamantadora benigna, pródiga y consentidora. Lo único rudo que conocimos fue el europeo, que temprano esclavizó; pero que más tarde prohijó y fue cómplice de la barbarie que él mismo iniciara, perdiéndose el control y el rumbo del conato de sociedad caribeña.
En pocas décadas fuimos abandonados por la Corona, mientras esta procuraba oro grueso y fino en México y Perú. En breve llegamos a ser la colonia más degenerada e inmoral de los nuevos territorios.
La libertad fue como la yerba y los matorrales del bosque húmedo. Nunca supimos realmente para qué otra cosa sirviera, sino para el desenfreno.
Tal vez no tengamos miedo a ser libres, en el sentido psicoanalista, pero tampoco hemos madurado como pueblo y cultura hacia la civilización; siendo regresivos en tanto la conducta del macho pende aún en demasía de la mujer, de la madre y “la virgencita”. Los sicarios y los narcos militan en esa devoción. Y hasta las madrecitas encomiendan a sus hijos a entidades espirituales de dudoso origen y categoría celestiales; especialmente cuando salen raudos a cometer sus desafueros.
Ciertamente, tenemos otros prototipos, varones con actitud recia, sostenida y consistente, que han asumido el comercio, la agricultura y la política en diversos momentos de nuestra historia. Pero el hombre dominicano todavía es un proyecto amorfo y triste. De ideas y rumbos inciertos.
Nuestro precario ordenamiento social se sustenta mayormente en el temor y la esperanza que heredamos de Uno que se inmoló en la cruz; en unas cuantas normas de moral y cívica. Respetamos leyes porque tememos al desastre, al qué dirán y a los laberintos de una justicia y una burocracia corruptas. Porque resulta más práctico y económico obedecer y aceptar determinado orden a pesar de su dudosa legitimidad. Hacemos fila porque no hemos aprendido, como los cangrejos, a pasar por encima de los demás; deslizándonos por las calles porque todavía no se ha inventado el “moto-araña”, que nos permitiría encaramarnos por los edificios para abreviar distancias y, de paso, curiosear en apartamentos y patios ajenos.
Ni siquiera los que han vivido en urbes civilizadas aguantan fácilmente las ganas de diluirse en el criollo bacanal cuando se pisa este suelo. Como si un Edipo tropical personal nos exigiese que nos disolvamos en esta anomia eufórica y soporífera; donde resultan tan tolerantes y permisivas esas “mamacitas” que prometen sensualidad y dulzura. Y bendiciones y medallitas de la virgen para que aún los pecados sean bendecidos.