¿Puede el presidencialismo acabar con el presidencialismo?

¿Puede el presidencialismo acabar con el presidencialismo?

Gobernar un país es una tarea compleja y novedosa, en tiempos difíciles, donde las cosas se mueven rápidamente. La deuda social aumenta, junto a las mentiras políticas acumuladas, produciéndose cambios sociales de incontrolables consecuencias para las clases políticas.
La democracia sigue siendo la opción válida para gobernar, y fortalecer el Estado –aunque ciertos gobernantes, en su empeño de perpetuarse en el poder, optan por el cuestionado presidencialismo, como estilo de gobernar dentro de un esquema “democrático”-. No queriendo ver que los gobiernos presidencialistas no sólo acaban con la democracia, sino con ellos mismos, como lo ilustran las imágenes recientes de figuras políticas saliendo del poder hacia la cárcel.
Aunque cabría preguntarse si la gente está preparada para romper definitivamente con el presidencialismo, que genera tantas expectativas en la población -trabajada ideológicamente-, creyendo que el presidente de la república lo puede y debe solucionarlo todo, una especie de mago, que resuelve los problemas más insignificantes, porque las instituciones no llevan a cabo sus tareas, siendo él “el único que resuelve”. Esta conducta, amplificada en los gobiernos populistas, hace que los gobernantes centralicen las funciones de sus ministros o secretarios de Estado, asumiendo la figura presidencial todos los roles de la gestión, para recibir en solitario los méritos de acciones rigurosamente planificadas y mediatizadas.
El presidencialismo cuenta con adeptos, puerta a puerta, rodeándose de una suerte de clanes, que replican el escenario clientelar -existiendo múltiples micro figuras “presidenciales”, rodeadas de clientes que se moverán acorde con los beneficios, que proporcionan esas relaciones político clientelares replicadas.
Las instituciones y las personas que las dirigen son cercenadas en su autonomía, aunque muchos pretendan adueñarse de las mismas, siendo siempre el presidente quien tiene la última palabra. Se cultiva así una especie de “mendicidad política y social” que hace que la gente milite en torno a personas y organizaciones “políticas mercantiles” que organizan la militancia clientelar, atada a la figura omnipresente del presidente magnánimo.
En la actualidad, este tipo de política de Estado, lejos de ayudar en la gestión de gobierno,- lo socava de manera inesperada -haciendo ver gobiernos que apenas empiezan como si estuvieran acabando su mandato. Mientras se genera mayor frustración ciudadana, la gente termina por comprender que el Presidente no es esa figura “sobrenatural”, “mesiánica” que todos creíamos que era. Se produce entonces una especie de “ruptura ideológica”, que puede conducir a la conciencia ciudadana o al simple desencanto político, ya que el pueblo terminará por asignarle al político un rol más terrenal, que en sociedades desarrolladas, es producto de la educación y formación de las personas, que asumen con responsabilidad el rol ciudadano.
El presidencialismo-como estilo de gobierno-está condenado a la erradicación, pues degenera en autoritarismo, antesala de dictaduras. La centralización de las acciones y decisiones de gobierno le restan fuerza y credibilidad a la democracia, debilitada. La autonomía de las instituciones es contaminada por la falta de libertad, ya que no existe la separación de poderes en su funcionalidad. Apareciendo la institucionalidad secuestrada por las personas que la dirigen, que mantienen una suerte de “lealtad mafiosa” hacia la figura presidencial, que es quien controla el accionar del gobierno, que no tiene equipos de colaboradores, sino hombres y mujeres serviles, dispuestos a plegarse a las directrices de la figura presidencial, que termina por controlar el manejo del Estado, absolutamente debilitado.
Una de las grandes debilidades de los gobiernos presidencialistas es la corrupción como política de Estado para incentivar la gestión: la corrupción alimenta el sometimiento de los que participan en el ejercicio de gobernar, ya que tienen un margen de acción orientado a enriquecerse sin límites ni consecuencias, amparados en la lealtad mafiosa, garante de la impunidad controlada por el presidente de la república.
Extrañamente, bajo los presidencialismos, la figura omnipresente del gobernante, que controla el poder absoluto, pretende, no verse involucrado o afectado por el mal accionar o fracaso de su gestión, auto excluyéndose de culpa, no hay régimen de consecuencia alguno que se le pueda aplicar, la figura del presidente, aparece como el más ético y moral de los mortales, tras cometer acciones graves que las leyes nunca alcanzaran a sancionar.
Pero el presidencialismo enfrenta grandes desafíos, dadas las transformaciones sociales, intrínsecas a nuevas formas y maneras de gobernar, donde cada vez se exige mayor moralidad en el ejercicio del quehacer político. Los grandes escándalos de corrupción y las crisis bancarias a nivel mundial han llevado a exigir mayor transparencia y menos impunidad. Gracias a los nuevos medios, los ciudadanos, más despiertos e informados, asumen espontáneas actitudes contestatarias, que se manifiestan sin liderazgo, poniendo en jaque partidos y movimientos políticos tradicionales, basados muchos en seducir al pueblo con mentiras y dádivas, mientras los dirigentes se enriquecen impunemente.

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