¿Puede un caudillo ayudar en Irak?

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Por JOHN F. BURNS
BAGDAD, Irak — La imagen de Saddam Hussein arengando al tribunal que lo sentenció a muerte la semana pasada en Bagdad quizá haya hecho poco por desacelerar su viaje a la horca, a la cual parece muy probable que llegue a principios del año próximo si el tribunal de apelaciones, como se espera, actúa rápidamente para sostener la sentencia.

 Pero el arranque de Saddam sirvió para recordar a muchos iraquíes, incluso los que más lo odian, algo que anhelan en medio de la pesadilla en que se ha convertido Irak bajo sus sucesores: un líder fuerte, capaz de forjar una nación en base a los fraccionados grupos étnicos y religiosos del país, y poner fin a la actual ola de derramamiento de sangre sectario que, si se deja continuar, pudiera finalmente igualar a los asesinatos masivos que caracterizaron los años sicópatas de Saddam en el poder.

 Es algo que los iraquíes comunes dicen con creciente intensidad, aun cuando coinciden en poco más que eso. Debe haber un caudillo, dicen, no un asesino implacable como Saddam, pero alguien que controle a los insurgentes y los escuadrones de la muerte y a los asesinos y bandas criminales que han borrado toda pretensión de civilidad de sus vidas.

 Déjenlo gobernar sin miramiento, si debe hacerlo, dicen, de las sutilezas del debido proceso y los derechos humanos, en realidad de la parafernalia de las instituciones democráticas que Estados Unidos ha tratado de implantar aquí, si sólo él puede traer la paz.

 El mensaje parece, hasta ahora, haber encontrado poca resonancia en Washington mientras el Presidente George W. Bush aparta, después de la sacudida de las elecciones complementarias, a revisar la política de Estados Unidos hacia Irak. Lo más cerca que alguien a quien la Casa Blanca preste atención ha llegado de sugerir algo que no sea el régimen democrático, ya no digamos un modelo autoritario típico de otros países en Medio Oriente, son las filtraciones de la comisión bipartidista encabezada por el ex secretario de Estado James A. Baker y el ex representante Lee H. Hamilton, que está a cargo de sugerir un nuevo enfoque estadounidense hacia Irak; algunos de sus miembros han dicho que el grupo ha considerado recomendar que la estabilidad, en vez de la democracia, debería ser el objetivo principal ahí.

 Para el gobierno de Bush, que hizo de la creación de la democracia ahí una piedra angular de todo lo que hizo después de la invasión encabezada por Estados Unidos, abandonar ese objetivo ahora sería equivalente a abandonar una de sus misiones centrales. Al ocurrir encima del fracaso para encontrar las armas de destrucción masiva que fueron la justificación original para ir a la guerra con Saddam, constituiría un cambio de opinión de proporciones históricas. Pero muchos iraquíes creen que eso podría ser ahora la única esperanza — y ligera — de frenar la caída del país en la catástrofe.

 De las muchas lecciones difíciles que Estados Unidos podría tomar de su aventura aquí, el carácter impráctico de injertar los valores políticos estadounidenses en una sociedad tan diferente como la de Irak, en cuanto a cultura, religión y experiencia histórica, seguramente será una. La historia podría juzgar que intentarlo en medio de una guerra feroz fue la mayor de las tonterías. Lejos de que Irak se convirtiera en un faro de la democracia para Medio Oriente, han dicho algunos expertos árabes, la violencia en Irak envalentonó a otros líderes árabes que defienden su autoritarismo como un bastión contra el caos.

 Ultimamente, Bush ha puesto menos énfasis en construir una democracia en su definición en evolución del objetivo de Estados Unidos en Irak. “Un gobierno que pueda defender, gobernar y sostenerse” fue como lo expresó en su conferencia de prensa el miércoles, una fórmula que sugiere que él, también, habría reducido la atención en los ideales jeffersonianos prevalecientes en los días más vehementes después de la invasión encabezada por Estados Unidos. Luego, L. Paul Bremer, jefe de la autoridad de ocupación estadounidense, apartó 750 millones de dólares para lo que se llamó la “construcción de la democracia”, en ocasiones con resultados que rayaron en lo cómico.

 Un ejemplo fue un centro para la democracia en la ciudad sureña de Hilla, encabezada por un hombre al que Bremer describió como uno de los iraquíes más notables que hubiera conocido, Sayyid Farquat al-Qizwini. Este, un personaje alto con una barba abundante y un turbante negro que significaba que descendía del Profeta Mahoma, entró en la nómina estadounidense después de que “liberó” una mezquita que Saddam había construido y bautizado con su nombre, y la usó para clases de democracia para imanes y líderes tribales chiitas. Lejos de los estadounidenses, a Al-Qizwini le gustaba bromear sobre la empresa, diciendo que alguna ven había tenido que entonar elogios a Saddam y que, por 100 dólares diarios, estaba feliz de hacer lo mismo por los estadounidenses.

 La empresa Estados Unidos en Irak ha tenido sus puntos destacados, notablemente las tres ocasiones que los iraquíes fueron a las urnas por millones: la elección en enero de 2005 de un gobierno de transición; el referendo en octubre de 2005 sobre una nueva constitución; y una segunda elección en diciembre de 2005 para elegir al gobierno de cuatro años que está ahora en el poder. Para alguien que experimentó la brutal represión bajo Saddam — y el “referendo” de un solo candidato en 2002 que le dio un nuevo mandato presidencial de siete años con un aclamado 100 por ciento de los votos — había algo embriagador en la imagen de los iraquíes votando libremente por primera vez en su historia, con docenas de partidos disputándose su apoyo.

 Pero en retrospectiva, las elecciones, lejos de unir a los iraquíes, sirvieron para endurecer las divisiones de etnicidad y religión. En las dos elecciones, sólo un porcentaje diminuto de los votos fueron para partidos laicos que zanjarían esas divisiones. Los grandes triunfadores fueron los grupos religiosos chiitas cuyo objetivo era asegurar el dominio chiita después de siglos de subordinación a la minoría sunita, y extender el papel del islamismo en la vida nacional. Los estadounidenses tuvieron éxito en atraer a sunitas moderados al proceso político, y posteriormente a un papel subordinado en el gobierno nacional. Pero el efecto neto de las elecciones, para muchos sunitas, ha sido ratificar su nuevo estatus como ciudadanos de segunda clase en el nuevo Irak.

 Ahora las divisiones son más amplias que nunca, atrincheradas por insurgentes sunitas y escuadrones de la muerte chiitas que están inmersos en una pesadilla sectaria de atentados suicidas, secuestros y ejecuciones masivas. Las 150,000 tropas de Estados Unidos están atrapadas en medio, matando a asesinos de ambos bandos, pero encontrando poco apoyo del gobierno del Primer Ministro Nouri Kamal al-Maliki.

 Después de prometer desde el principio de su mandato hace seis meses que actuaría decisivamente contra las milicias que engendran los escuadrones de la muerte, Al-Maliki se ha resistido hasta ahora a cualquier acción concreta para desarmarlas o desmovilizarlas. En vez de ello, se somete a los líderes chiitas en la coalición que controlan a las dos milicias más poderosas, el Ejército Mahdi y la Organización Badr.

 Si acaso, la posición de Al-Maliki, fuera del electorado religioso chiita al que representa, es inferior ahora que la de su predecesor como primer ministro, Ibrahim al-Jaafari, cuyo año a la cabeza del gobierno de transición fue notable, dicen funcionarios estadounidenses, por su letargo y corrupción.

 Tanto se han enemistado los estadounidenses con Al-Maliki que éste usó una llamada telefónica con Bush el mes pasado para preguntar si la Casa Blanca planeaba derrocarlo. Colaboradores del primer ministro dijeron que buscó y recibió la garantía de Bush después de detectar rumores en el recinto gubernamental de la Zona Verde de que funcionarios estadounidenses estaban tanteando a políticos iraquíes sobre la posibilidad de reemplazar al gobierno de Al-Maliki con un “gobierno de salvación nacional” que sería encabezado por un “caudillo chiita” no mencionado por nombre.

 El principal candidato para caudillo, entre los iraquíes laicos, al menos, sería Ayad Allawi, a quien los estadounidenses designaron primer ministro en el primer gobierno post-Saddam, en 2004. Allawi, aunque chiita, tiene fuertes lazos con los sunitas, y una reputación como hombre duro que se remonta a su época como joven funcionario baathista. Durante su gobierno, desaparecieron 1,000 millones de dólares en fondos para la defensa iraquí, han denunciado funcionarios iraquíes, pero no se han presentado cargos contra él. En estos días, fuera del gobierno, pasa la mayor parte de su tiempo en su casa familiar en Londres.  Pero aun cuando Bush fuera convencido de que Al-Maliki debería irse, es poco claro si los estadounidenses tienen los medios para deshacerse de él.

 El mecanismo para cualquier medida de ese tipo difícilmente sería tan burdo como el derrocamiento respaldado por Estados Unidos del Presidente Ngo Dinh Diem de Vietnam del Sur en 1963; él terminó muerto, con una bala en la cabeza, en la parte posterior de un vehículo blindado de transporte de personal de fabricación estadounidense fuera del palacio presidencial de Saigón. El camino obvio en Bagdad sería a través del Parlamento iraquí, donde los chiitas gobernantes, encarnizadamente divididos entre ellos mismos, controlan el gobierno a través de una tambaleante alianza con partidos curdos.

 Un golpe parlamentario podría derrocar a Al-Maliki personalmente, pero sería mucho más difícil retirar el poder a los grupos religiosos chiitas. Esos partidos han sido mantenidos unidos por la enorme influencia del clérigo chiita más poderoso de Irak, el Gran Ayatola Ali al-Sistani.

El ayatola está muy consciente de las lecciones de los años 20, cuando los chiitas se dividieron entre ellos mismos, se levantaron en rebelión contra el gobierno británico y finalmente perdieron el poder ante los sunitas. Desde su enclaustrada existencia en la ciudad santa de Najaf, ha dicho a los chiitas que deben mantenerse unidos a toda costa.

Hasta ahora, lo han hecho, y poco en el horizonte ahora sugiere que sea probable que eso cambie.

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