¡Qué arda la vieja sin dientes!

¡Qué arda la vieja sin dientes!

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
«Marusia creía que el principal defecto de los pobres era su falta de educación. Le molestaba mucho la ausencia de buenas maneras, la grosería en la conversación cotidiana.

 Nunca trataba mal a la servidumbre; pero era obvio que se sentía muy por encima de sirvientes, cocineras, recaderos. Sin embargo, los ayudaba a casi todos con dinero o regalos para los hijos.

Cada año repartía libros escolares entre los pobres. La caridad altiva era un uso de su clase. Pero Marusia ejercía la caridad con una dulzura que salía del fondo de su temperamento. Nunca abusaba de los débiles que, desde luego, para ella eran inferiores, pues no tenían comida suficiente ni buena educación. Con los de su propia clase actuaba duramente.

Los censuraba con severidad por sus procedimientos injustos, por el maltrato a los siervos liberados, e incluso por la vida licenciosa que llevaban algunos. «¡Son bestias que no merecen los nombres prestigiosos que tienen! Ese Kornikov ha dejado embarazada a la hija del que cuida el establo de su padre, una mujer rústica y mal oliente; y ni siquiera ha costeado el alumbramiento. La abandona completamente, con la criatura que él engendró; y priva del empleo al padre para no verla cerca de su casa o de sus parientes. Es un descastado».

«Durante la guerra civil observé otros lados de la vida que no pudo ver la pobre Marusia. Se quejaba de que en el hospital no fregaban bien los vasos en que le servían los medicamentos. El piso no estaba limpio; las sábanas le parecían mal lavadas. ¡Nada está bien hecho en esta institución! Te digo, hija mía, que moriré pronto. No lo digo porque esté mal atendida.

En realidad, el médico es el único hombre decente que circula por los pasillos de este hospital. ¡Es que ya no quiero vivir! ¡Rusia es un infierno! ¿Cuánto tiempo tardarán los ejércitos en pactar una paz? Los políticos incitan al odio; vi en el periódico algunas frases del discurso de un líder llamado Dzerzhinsky que me dieron asco; no quise leer más. El médico me dijo que tenía razón. Morirán cientos de miles de personas, en Rusia y en Ucrania, antes de que se aplaque el odio y se vuelva a trabajar en granjas, en talleres, en escuelas. Además, ya no aman a su tierra; no los puedo soportar. Marguerite querida, tu padre volverá; pero yo no llegaré a verlo. A veces paso hasta tres días sin poder dormir».

«Tenemos casi dos años en San Petersburgo y todo sigue igual; lo mismo la política que mi enfermedad. Mi querida Marguerite, en Kiev había un poeta que se fue a vivir a Crimea. Era amigo de tu abuelo. Soñaba con que, alguna vez, habría justicia en nuestra tierra. Decía: «del martirio de los que fueron convertidos en polvo, /de las almas que se santiguaban con sangre, / del amor que odia, de los crímenes, de los furores, /surgirá una Rusia justa./» Los mejores hombres van a parar a las prisiones.

A este amigo de tu abuelo le han prohibido publicar sus libros. Gracias a Dios, está vivo en Crimea. He visto llorar a mi tío mientras leía un escrito que le envió Voloshin desde el Mar Negro. Está en mi bolso, guárdalo tu; muéstralo a tu hermano para que vaya aprendiendo del dolor ajeno. Mi madre, mi adorada Marusia, como ella prefería que le llamaran, murió un mes después. No mejoró nunca. Hablaba con extraordinaria lucidez unos días; otros permanecía en silencio o lloraba sin parar».

«El poema de Maximilian Voloshin lo llevé a Francia y luego lo traje a Cuba, junto con muchas fotografías de mi familia, programas de opera, críticas sobre presentaciones de mi padre en Italia y Alemania. También conservo los resúmenes de las lecciones que recibí en las escuelas tolstoianas.

Acudí a ellas durante catorce meses. Luego supe que el poema de Voloshin, «El Terror», fue traducido al español, en los Estados Unidos, a los veinte y seis años de la muerte del poeta. Era un hermoso poema y, a la vez, un conmovedor reportaje periodístico: «Por la noche se preparaban para el trabajo. / Leían relaciones, informes, expedientes. / De prisa firmaban sentencias. / Bostezaban. Bebían. / Por la mañana repartían vodka entre los soldados. / Por la noche, a la luz de las velas, / llamaban por lista a hombres y mujeres. / Los empujaban al patio sombrío; / les quitaban calzados, ropa interior, vestidos. / Los ataban en líos; los cargaban en el carro; los llevaban. / Dividían anillos, relojes./ […] Con las culatas los empujaban hacia la barranca, / los alumbraban con las linternas, y durante un medio minuto / trabajaban las ametralladoras. / Los acababan con las bayonetas. / Aun vivientes, los echaban en el foso. / De prisa los cubrían de tierra. /»

«Este poema deprimió a Marusia, que ya estaba deprimida por faltarle el apoyo de la presencia de mi padre y por la revolución social de Rusia. Pero lo que le quitó para siempre el deseo de vivir fue el horrendo caso de su vecina. Su tío esperaba que Marusia regresara del hospital a un chalet que había alquilado para ella.

La vecina, una vieja pensionada que vivía sola, se apiadó de dos parados de los muchos que pululaban en San Petersburgo. Casi todos los días les daba dinero para que comieran algo. Transcurrieron dos semanas y uno de los parados le dijo al otro: Esa vieja debe tener guardado mucho dinero. ¿De dónde saca tantos rublos para darnos comida?  

Ella no trabaja hace un montón de años, contestó el compañero. La vieja se quitaba la dentadura postiza y antes de irse a la cama, por una ventana, entregaba el dinerito a los parados para que fuesen a cenar. La última vez, los parados tomaron a la vieja por el cuello, rompieron la puerta y entraron a la casa. Robaron todo: vajilla, dinero, bronces. La mujer cayó al piso con el pescuezo partido. Los parados buscaron dos amigos y cargaron el cadáver sobre una alfombra. Lo llevaron a un solar donde quemaban comida dañada de los almacenes cerrados, o saqueados, por las bandas en guerra. Un zapatero remendón le contó a mi madre que uno de los parados, borracho, echó la mujer al fuego, gritando: ¡Qué arda la vieja sin dientes! Marusia sólo vio los horrores de la revolución. Nunca entendió los motivos que la desataron». Santiago de Cuba, 1993.

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