¡Qué atrocidad!

¡Qué atrocidad!

¿Marcha la sociedad por el camino correcto? Lo pensé al leer, en el recuadro superior derecho de la primera página de este diario, las palabras del victimario. ¡Apenas un crío! me dije. Pero ese muchacho es capaz de recibir un contrato por quince mil pesos para matar a una persona. Y lo intenta sin perturbarse, aunque deja moribunda a su víctima. Ustedes lo han leído y se han horrorizado tanto como yo. ¿Qué está ocurriendo en el mundo?

Yessenia Altagracia Rivera cayó víctima de un plan urdido por un pariente político. Entre víctima y victimario, se afirma todavía entre interrogantes, existía otra relación. El victimario era su deudor y socio en un negocio de préstamos. En años recientes se ha conocido de casos en que un matador era un deudor en mora que decidió cancelar su cuenta para siempre. No es una sorpresa, por consiguiente, enterarse de que un estado de insolvencia moral y económica conduzca al asesinato. Hasta aquí, no obstante, únicamente puede hablarse de un homicida.

El momento en que el monstruo aparece con su horripilante configuración, es cuando el sicario comunica al autor intelectual, que la muerta vive. Con frialdad suprema asume su crimen y colocando a la moribunda en el piso del vehículo, acude a comprar combustible. Quemado el vehículo con ella en su interior, todo quedará consumado. La muerta, empero, decidió viajar más lentamente hacia la vida eterna. El victimario ignora esta irreductible disposición.

Por ello, quizá, el monstruo no se arredra, aún luego de arrebatar la vida a su víctima. Conocida la muerte y las circunstancias en que se ha producido ésta, ayuda a los familiares en gestiones diversas, propias del doloroso evento. Acompaña a los parientes en el luctuoso instante y, se afirma sin que de ello se hayan dado mayores detalles, externa y recibe muestras de pesar. Edgar Allan Poe se habría dado banquete recogiendo detalles de las espeluznantes escenas, para volcarlas en sus cuentos.

El caso no emerge de la literatura fantasmagórica. No es relato de un cuento negro. Las informaciones, conocidas aún a medias, son parte de la vida real. Son parte de un entramado que arranca con la contratación de un imberbe sicario y siguen con el intento de incinerar un cadáver.

La participación en el velatorio constituye, como mucho, un descanso. Pero es allí el lugar en donde el monstruo escondido tras una máscara que lo vuelve irreconocible, proyecta su maldad.

¿Quién amamantó la lobreguez de tales insanos sentimientos? Interrogada la conciencia del matador atroz, la respuesta resultaría inequívoca: la sociedad. Por escasas palabras podría repetir lo que el matador del padre Juan José Canales confesó al tribunal que lo sentenció a muerte. “¿Quién mató al padre Canales?” preguntó solemne el tribunal. Y el matador, con la picardía propia de la maldad, respondió tajante: “¡La justicia de Santo Domingo!”.

En el caso no está sola la justicia. En amplia poltrona a su espalda, se encuentra una sociedad que auspicia o consiente todo el mal. Justo a la siniestra del matador, los gobiernos que han propiciado el relajamiento de sanas normas de vida y la lenidad ante el crecimiento de los deleznables pecados.

 Con sinceridad afirma que no se marcha por los mejores caminos.

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